Redundante

Soñé que algo se rompía. Creo que un diente. No quiero pensar en que algo se cae o se rompe, porque pierde su estado original. Son las 7.30 de la mañana. Todavía tengo la sensación de tu piel sobre la mía. Y el destello de tus ojos, esos círculos oscuros y misteriosos en los que el tiempo se vuelve elástico. Me da paz mirarte, permanecer en silencio mientras busco el hueco entre tu cigarrillo y el whisky para besarnos. Es fácil besarte. Es rico besarte. Tu boca, una necesidad recurrente.

El tiempo con vos. Tenue, húmedo, cálido, circulando entre mi torpeza y el deseo de comernos despacito. Recorro los trazos de tu cara una y otra vez, los redibujo con mis labios, rectifico ese diseño fino y singular con las yemas de mis dedos. El tiempo con vos. Sin artilugios, sin parafernalia, sin grandilocuencias. Te complazco para complacerme. Me complacés para complacerte. Un enunciado que engaña por construcción o por redundancia.

Amar te prende

Una vez sentí un amor tan desbordado que me llevó a emitir una declaración prematura, impertinente, inapropiada. Ese texto nacido de las entrañas, expuso mis deseos, temores e inseguridades con un énfasis superlativo. Porque el ímpetu de querer darlo todo navegaba en un mar de incertidumbres, alimentando una ansiedad devoradora que pronto haría catarsis. ¿Cómo callar al alma en carne viva? ¿Cómo saciar la sed de la piel?

Los días de romance estaban contados. Uno asentado, el otro de visita. La razón lo anunciaba como un amor de verano pero el corazón lo iba edulcorando hasta el límite de la diabetes. Obnubilada. Por su imagen, su manera de hablar, su léxico y su lengua, su determinación. Alto en el cielo, hombre iluminado. Frenesí.

Fue un tiempo que vuelve intermitente a colarse entre mis sueños. Mis pies se desprendieron del asfalto caliente de diciembre cuando lo vi por primera vez. Durante aquellos días, nunca toqué el suelo. Sonreí hasta acalambrar mis músculos faciales. Vibré mi andar en colores hd. Cada melodía compartida electrizó mi cuerpo y mis labios. Reí hasta llorar y lloré hasta reír. Amé cada minuto con él y conté las horas para volverlo a ver. Sufrí su despedida anticipadamente. Escribí como si la vida se me fuera en las palabras que le dediqué con precisión de cirujano. Me entregué como a ningún hombre antes. Expansión.

Energía, seducción, complicidad. Luz, explosión, amor. En esa vorágine de sustantivos, omití un pronóstico que indicaba fecha de caducidad. Cambiar el hasta siempre por el hasta pronto no engañaría al destino prescrito. Tras su anunciada partida, seguimos en contacto, a pesar de la distancia física y la diferencia horaria, preservando cada mensaje de WhatsApp como un tesoro. Ensayé y desplegué mi seducción a través de fotos y videos. Pero en una noche de desatino, me senté frente a la pc vieja y volqué todo lo que había dentro de mí en el extenso mensaje que predijo la debacle de mi dignidad.

Espasmo, sorpresa, enojo, desencanto, entierro, desesperación. Desamor. Me convertí en un sujeto rastrero implorando perdón. Silencio sepulcral y y mensajes sin leer. A una mujer de palabra no hay nada que la desespere más que el zumbido del vacío. Cuando pasó un tiempo impreciso y mermó su enojo, la realidad ya no sabía a fruta de verano. Mantuve intacta en una iniciativa sugerida: mensajes cortos, prolijos, cuidados, como para no espantarlo más ¿más, Amelia? Así estuve dos años en vilo, mandando saludos relajados con frecuencia calculada, esperando sus respuestas limpias y correctísimas, intentando tener un lugar en su agenda, en su cabeza, en su corazón. Amainando mi intensidad a ver si eso lo traía de regreso a enero del 2020.

No me arrepiento de casi pedirle que se case conmigo a los 10 días de conocernos. No me arrodillé pero estuve cerquísima. Hubiera omitido unos cuantos detalles, seguro. Hubiera hablado solamente de mis pesares, también. Lo que hubiera editado ya no tiene sentido. 
Sí, quiero todo con vos pero sé que en este momento no podés dármelo y es posible que no puedas, ¿y si pudieras, cuándo sería?
Esa frase resume la angustia de mi contundente declaración. ¿Fue mucho? Un montón. Me valió cara la osadía de vomitar ante aquel hombre perfecto, pero la celebro con la vehemencia de un evangelista. Porque era eso o enloquecer, si es que eso no era locura.

Y entre alguno de esos mensajes esporádicos, deslizó que volvía a la Argentina, y casi que me morí de un paro cardíaco pero no, porque acá estoy activando mi dinamita. Y nos volvimos a ver en un lapso en que él estuvo antes de su regreso definitivo. Y me comporté como una lady que nunca soy. Creí que ser atinada era lo que correspondía. Por una vez en tu vida, Amelia, no te muestres tanto. No sé cómo sostuve la mandíbula cuando lo escuché decir el motivo de su regreso. Seguro apreté tanto los dientes que recrudecí mi bruxismo. No dije mucho en aquella cena, me dediqué a escuchar. Y esa noche dormimos juntos y un montón de detalles que no voy a dar. No lo abracé tanto como hubiera querido. No lo acaricié con esa delicada motricidad que pude proveerle a pesar de mis toscas manos. No lo besé con el vendaval que me provocaba todo él. No fui yo. No podía ser yo. Tenía que retirarme con altura, por encima de mis 175 cm. Y no escribir después de coger porque así se estila en lo casual. Y desear un buen viaje, menos. ¿Un te voy a extrañar? Desubicadísimo. Y no preguntar la fecha del retorno definitivo y no pensar. No nada. No cabía una puta ilusión. Me mordí los dientes, la lengua y cerré el culo, por las dudas.

Amar a alguien que no está disponible duele fuerte como los huesos de un viejo cuando hay humedad.

Loop

Esa mente que tiene, cómo se expresa. Sus gustos, sus dudas, su fervor. 
Ese modo que tiene es un imán.

Son las 7.30 am del último domingo de agosto de 2021. El desvelo constituye una necesidad biológica de disponerme a escribir. Mis piernas sostienen el soporte por el que mis dedos liberan las líneas que te convocan, mientras un rayo de sol se cuela entre el espacio que separa a las cortinas, trazando una estela naranja sobre la mitad vacía de mi cama. Suena Aristimuño, suave, nostálgico y preciso:

Quiero besar tu mirada, antes que cierres los ojos.
Quiero besarte dormido y despertarme en tu boca.

Vos.

De vez en cuando, me convenzo de darle un descanso a la ilusión, pero mis argumentos no la disuaden.
¿Debería soltar la posibilidad de vos? ¿Debería abandonar este diario anacrónico en el que te comparto pedacitos de vida?

Quedé suspendida en el fervor de aquella tarde del 27 de diciembre de 2019, en la esquina de la luz. Desde algún tiempo impreciso, decreté a la intersección de Nicaragua y Arévalo, la más luminosa de toda Buenos Aires. Porque ahí te vi por primera vez y algo en mi cosmovisión cambió para siempre. O todo. ¿Aunque decir todo es no decir nada? Quedé prendida de esos 10 días en los que nuestras almas se conectaron de un modo mágico, orgánico, transparente.

El tiempo transcurrido puede sosegar el sentir, amansar el espíritu, encausar el vendaval. Pero no callarlo, reprimirlo, negarlo.

Mis deseos laten en ese aire cálido y húmedo, que entreveran sueño y realidad.

Estoy un loop de tus besos, de tu lengua, que hace, que dice, que provoca :::