El cuerpo que habito

Pasó tiempo. Pasó pandemia. Está pasando. Abro el placard una mañana cualquiera. Saco un pantalón de jean ajustado. Me lo pruebo. Demasiado apretado. Saco otro. Apretadísimo. Mi ojo virginiano y meticuloso serpentea la voluptuosidad de mis caderas asimétricas. Todo me calza horrible. Qué espanto. Miro el estante de nuevo. Tomo los jeans más anchos que encuentro. Mom jeans, un corte que vengo usando desde el primer confinamiento sentenciado en la Argentina. Porque no puedo soportar las curvas que delinean los otros pantalones, que no son recientes. Como tampoco lo es la necesidad de embolsarme. Me apego a la tendencia oversized y de entre casa que promueve la moda actual. Yendo de la cama al living, de la casa al chino, rigiéndome por un DNU tácito – decreto de necesidad y urgencia – que autoriza el disfraz de carpa, las ojotas con medias y otros cuantos cachetazos al buen vestir. Retiro los bifes, mezclar es divertido: rayados, cuadrillés, estampados, lisos, texturas, overlapping. Vestirse para mí es un juego. Cómo olvidar el fatídico jueves 19 de marzo de 2020. A partir de aquel primer anuncio de cuarentena, un objeto intrascendente se convierte en un elemento esencial de circulación: la ecobolsa. Ese trozo de friselina estampada es la excusa para salir a dar una vuelta cuando no tenés perro o no sos personal esencial. Un elemento textil se vuelve pieza fundamental del look ekeko.

Terminada la digresión fashionista, admito coquetear con lo estrafalario pero tolero mi actitud escondedora en el marco de lo cómodo, ligero y amorfo. Debajo de esas grandes capas de género, hay dimensión, materia, volumen. Un cuerpo con el cual hago y soy la que soy, del cual tengo que hacerme cargo.

No tiene sentido embalarlo, negarlo, ocultarlo. Como tampoco lo tiene perder tiempo frente al espejo estudiando cómo disimular mi anatomía, fruto de una genética de formas contundentes sumado a hábitos adquiridos en la vida adulta, a la joie de vivre. Como no tiene gollete que durante años haya rechazado la playa como lugar para vacacionar por considerarla un destino de alta exposición, un guiso de siluetas multiformes y semi desnudas que se pasean escasas de trapos. Porque mi humanidad no sabe cómo transitar esa pasarela del infierno hacia el mar. Mi ego corporizado no soporta el peso de la mirada ajena. ¿De qué mirada? ¿Quién es ese otro? Sos tu propia espectadora y verduga en ese periplo hacia la orilla. Como sí amerita mencionar el bullying sufrido durante alguna etapa de la vida, que caló profundo, tanto que nos pasamos la adultez buscando maneras de mejorar lo que nos fue dado o de capitalizar la cualidad que fue objeto de burla, que nos hizo sentir excluidos o autoexcluirnos.

Es posible que muchos de nosotros no hayamos sido educados en la diversidad. Porque cada década tuvo su anatomía hegemónica. Armónico, bello, pulposo, sanito, saludable, fit, cualquiera sea el término que el sistema hubiera impuesto, estaba lejos de promover la variedad. Es posible que creamos que somos más amplios de lo que fueron nuestros ancestros o fuimos en otros tiempos. Pero aceptar y aceptarse requiere de un ejercicio permanente de reflexión y empatía. Una práctica que involucra una mirada superadora, que abra el diálogo, que nutra, que escuche voces con matices diferentes. Pensar antes de hablar, escuchar con atención y despojo, evitar la opinión no solicitada. La verdadera inclusión está en constante evolución.

Cuarentena – La boya

Jueves 21 de mayo. Estoy tan opaca y chata como el paisaje que entra por mi ventana como un bloque gris, pesado y monótono. Me aferro al trabajo como la única boya que me mantiene a flote. No sé para dónde ir, solo tengo ese plástico naranja que abrazo con todo mi cuerpo porque es lo único que puedo tocar sin ponerlo en riego, y no por mi capacidad de destruir todo en segundos, sino por el virus que nos loopea en la incertidumbre. No puedo detenerme ahora, tengo que bracear un poco más para llegar a la orilla y recobrar fuerzas.

Pelear con proveedores, mirar qué están haciendo los otros, cagarse de frío parada en puertas ajenas. Defender tu guita, intercambiar ideas con amigos y colegas, reconquistar a tus clientes.

Discutir con carniceros, probar nuevos, desecharlos. El último ya es historia, porque no puede creer cómo su ojo de bife no es una manteca o cómo los pecetos que me mandó intercalados con nalga, parecen de mamut. O lo que es peor, no son pecetos, son nalgas. Me quiere seguir vendiendo pero no abandona la pedantería y yo, que estoy con la mecha más corta que nunca, me resisto a escuchar su concatenación de audios y a perder tiempo en capturas de pantallas de clientes que le acarician el lomo. Pienso que sus vacas son viejas y gordas y como sigue atosigándome con su voz irritante, le digo que no me gusta su carne, sus formas, su tono. Si después de 7 años no distingo un peceto de una nalga, me tomo un shot de lavandina concentrada.

Buscar precio entre los verduleros es otro entretenimiento. Entre papa, batata y cebollón, intento procesar los acontecimientos del último fin de semana y voy pensando cómo resolver la toma de pedidos del delivery del Cuchi. Este compromiso con mi negocio me salva del encierro, la paja mental, la carencia del tacto humano. Pero este espacio que es infinito y maleable, le quita drama, cuerpo y dolor a mi existencia. Ya sé quién puede darme una mano con el deli. De forma temporal, claro, porque nada es definitivo. ¿Acaso algo lo es?

Se fue otra noche, mientras sigo dándole forma a esta realidad. Cuando cierro el turno, se apagan las hornallas y se guardan los pizarrones, vuelvo a la quietud de mi casa, a la cama mitad caliente mitad fría, a la certeza de mi destino como eterno unipersonal.

El cuerpo

Dejé de pensar en mi cuerpo como algo desagradable, como algo desagradable para mí. Me amigué con las formas que asientan los años y mis hábitos de vida que involucran el buen comer y beber. Pasé mucho tiempo obsesionada con el espejo y mis rendondeces ineludibles de la cara y el grosor de mis piernas y el volumen de mis nalgas y… tantas otras líneas que podrían ser de otra manera pero no son.

Dejé de pensar en mi cuerpo como un envase. Me centré en el contenido. Procuré llenarlo de experiencias, impresiones, textos. Descubrí que todo lo que cabe en ese recipiente es lo que le da sentido a la existencia: el conocimiento, las vivencias, los aromas, los sabores, los sonidos o la música, ay, la música que atraviesa cada estado, las luces, las sombras, los paisajes, el amanecer, la noche, llena de luces, el movimiento, la quietud, la oscuridad, la alegría, el dolor, las ausencias. Los logros, los fracasos, la ansiedad, la angustia, la felicidad. El cuerpo atraviesa cada una de esas sensaciones y todo lo que nos dejan. Nada es más placentero que sentirse vivo, en ese cuerpo. Ahí es donde experimento la verdadera unicidad, ahí es donde me siento plena de ser la que soy contenida en esas formas. No hay otro cuerpo igual al mío, porque no hay otro relleno igual al mío. Y ahí es donde radica el sentido del cuerpo, el de ser recipiente de todo lo que nos define.

El comedero

Estuvo todo riquísimo, como siempre. Esas fueron las palabras de Pablo, un cliente habitué, celíaco, que cena temprano junto a su mujer Sol y su hijita Paz, también celíaca. Ese como siempre resonó en mi cabeza por unos segundos, provocándome una sonrisa de felicidad, porque es cierto que a pesar de que reniego, una parte de mí es responsable de ese éxito y mi papá tiene razón cuando me dice que me cuesta disfrutar de los logros. Pero el pez por la boca muere. O el muerto se ríe del degollado, creo, porque siempre él o yo siempre estamos buscándole la espina a la merluza, solo que nos turnamos, pero suelo ser yo la que se lleva todos los premios. Que no disfruto, puede ser, y creo que no lo hago desde que tengo uso de razón, de intensa razón, de intensa razón inconformista. Nunca es suficiente, podrías hacerlo mejor, es un mantra que resuena en mi cabeza una y otra vez. Cuando miro el logo que diseñé, pienso si no hubiera sido mejor llamar a un diseñador gráfico. Llamo a un experto recomendado, coordinamos una entrevista, intercambiamos ideas y seguimos en contacto vía mail. Al cabo de unos días, recibo 3 logos casi idénticos. Ninguno me conmueve lo suficiente como para avanzar, pago por el trabajo realizado e interrumpo el desarrollo de la marca. Lo que me propuso lo puedo hacer yo, pienso mientras reveo las imágenes. Prescindo del diseñador, no sé si por miserable o por autosuficiente. Hago mis bocetos, me baso en el concepto de una firma que pensé originalmente, me divierto probando y descartando tipografías hasta encontrar la que refleje el verdadero espíritu del Cuchi. El nombre se le ocurrió a Nati, mi hermana, que hoy ya no participa del restaurante. Me sacaste las rueditas de la bici, le dije cuando me dijo que se bajaba de la gastronomía, que la atención al público no era para ella, que prefería hacer los números pero no lidiar con la clientela.

El Cuchitril surgió en uno de esos tantos abrumadores días de obra mientras Nati caminaba entre los escombros de un ph en ruinas. No imaginábamos cómo alguien podía vivir entre esas paredes prutefactas, resplandecientes de mugre, dejadez y decadencia. Fue lindo ese proceso de armar algo desde la nada. La parte más entretenida vino después de la obra húmeda. Mi papá iba a cuanto remate se publicaba y de repente se aparecía en la puerta del Cuchi con un flete lleno de sillas que olían a melancolía de final inexorable. Yo pensaba en la energía de esos muebles fracasados en otro domicilio, y también, en la antigua dueña de la casa que se había desvanecido junto con la estructura original, y cuyo espíritu, creíamos, se hacía presente en el ascensor, un aparato infernal, nuevo y caprichoso, que nos asustaba con su ir y venir arbitrario cuando nos quedábamos solas al cierre del restaurante. El Cuchitril pronto se convertiría en El Cuchi, no solo para nuestra familia, sino para nuestros clientes.

Mis padres me soñaron en el barrio de Caballito, en la calle José Bonifacio casi llegando a la esquina de Achaval. Desde el primer día, decretaron que mi nombre comenzaría con c. Cuando escuché a mi mamá pronunciar Cuchitril, dudé un poco. Pero después de pensar en los apodos que me dirían mis amigos, me quedé más tranquilo – no quería tener un nombre que la gente no pudiera abreviar -. Me estoy poniendo lindo para recibirlos, El Cuchi.

Ese mensaje circuló entre los vecinos antes de la apertura. Hoy, El Cuchi tiene un año y dos meses y mantiene la propuesta original: un restaurante y bar porteño que coquetea con recetas mediterráneas y ofrece espacio para pequeños eventos. 
Nunca es suficiente y no hay que dormirse en los laureles y otras hierbas, porque la competencia no va a tardar en llegar. hay que dormirse porque la competencia no va a tardar en llegar. Arrancamos a sugerir un plato especial cada día, sumamos una noche de música en vivo, y hasta me doy el lujo de acompañar al músico interpretando temas clásicos de épocas vividas por otros. Toda mi energía al servicio de esta casa que dista mucho de lo que su nombre sugiere. Deberían verme escribir los pizarrones, borrando las cursivas desparejas con un trapo húmedo. Qué obsesión por lo recto, Amelia. Por lo recto y por la ortografía. Me duelen los tres signos de exclamación tanto como las MAYÚSCULAS que usa el mozo para escribir un mensaje de tiza. NO TE PIERDAS!!! Reconozco esta nimiedad, pero solo el tiempo y la experiencia me pondrán en el lugar que corresponde, la caligrafía bella no hace al buen servicio, tu negocio no es vender belleza estética, o tal vez sí, aplicada a un plato tentador, colorido y prolijo. Siempre tan prolija, vos, Amelia, se te torció el renglón del postre. Amelia, hay una mancha de salsa en uno de los menúes. Las manchas me cagan la vida, desde siempre, desde antes de nacer. No puedo las puedo tolerar. Ay pará, tengo la camisa manchada. No te manché, me dice el barman, es agua. Sé que no es agua, porque al secarse la tela, la aureola sigue intacta. Me remonto a la infancia, llena de torpezas y accidentes producto de mi forma atolondrada de andar, de jugar, de comer. Me manchaba siempre y mi mamá, reina del impoluto, atacaba con artillería química. Si estábamos comiendo en un restaurante, tomaba la botella de agua con gas y embebía una servilleta que frotaba enérgicamente sobre la superficie manchada. Si no era suficiente, me llevaba al baño, le untaba jabón y dele frote que te frote. Pero si era grasa de alguna salsa, aceite o achura, me tiraba sal para que se absorbiera. Ensuciarse hace bien en el mundo de los vende jabones. No en el mundo de Amelia. Yo era la impecabilidad con rulos. Impecable. Que no peca. No sí, yo peco, soy una gran pecadora, que casi garchó en presencia de la ley y unas cuantas veces en la cama de mis viejos cuando se iban de unos días a la costa. Ensuciarse hace bien, promueve el jabón Ala. Ensuciar la cama de los viejos después de coger, hace bien, y le da de comer a mi terapeuta. Este libro no trata de moralinas publicitarias, sino de la búsqueda del amor o algo parecido. Así que si tengo que ir a Mataderos en una cruzada por mi media res, agarro el auto y voy. Voy cabalgando en busca de mi trozo de carne y el camino me distraigo con algo mucho más sabroso y nocivo, las mollejas de corazón, que en mi opinión, son las más tiernas, pero hay quienes prefieren las de cuello o degolladura, no sé si por gusto o por costo. Este saber cárnico se lo debo a Ernesto, el galán de las carnes, que ahora lo tengo en Whatsapp y se zarpa en piola: A vos te lo entrego cuando quieras, mamita. Vos tenés coronita, decime a qué hora y estoy ahí. Chau SAME, 911 y Kiosko 24 hs. Ernesto brinda un servicio completo.

La que no entregaba era yo. Con Francisco, el correntino, salí casi 6 meses. Nos conocimos en la noche, por mi facilidad para la danza o porque los candidatos se me revelaban mejor en la oscuridad. El rompió el hielo y yo, mi vaso de trago largo. Hola, ¿no sos de acá, no? me preguntó con un acento de alguna provincia desconocida para mí. El tipo fantaseó con que yo venía de Paris o de alguna otra ciudad memorable. Lamento desilusionarte, pero soy más porteña que el tango. Hablamos lo que nos permitió el volumen de la música e intercambiamos los números de celular. Siempre fíjate que el flaco te pida el número, no que te cante el suyo. Si no te lo pide, no tiene interés o está comprometido. Chabón, anotate mi número si querés invitarme a salir, pensé. Pero el correntino me sorprendió y me pidió el número antes de que yo emprendiera la huida. Una semana después, me invitó a tomar algo a Million, un bar divino en una casona de estilo francés del siglo pasado. Una hora después de ponernos al día tomando unos tragos en el jardín, sugirió que nos fuéramos a su departamento. Aunque yo estaba algo pasada de copas, recuerdo que su casa quedaba cerca del consultorio de mi tía, por Marcelo T. de Alvear y Talcahuano. Claro, Amelia, te invitó a un bar cerca de su bulo, ¿cómo puede ser que te percates de este detalle mientras relatás esta historia, casi 12 años después? No, Amelia. A su casa no. Bueno ya estamos cerca. Mierda, ¿no sabés decir que no, pendeja? Corrientes no está mal, parece más o menos serio, sé que no te seduce demasiado pero dale para adelante. ¿Y ahora qué? Le vas a tener que decir que estás a medio estrenar. Aunque en realidad seguís siendo una virga, por más que hayas conocido una chota. ¿Le vas a decir algo de la puntita? Si tiene experiencia, se va a dar cuenta solo. Ahí estamos, en su habitación, iluminada como la guardia de un hospital. Intuyo que debe tener lámpara bajo consumo, delatora del pelo del bozo que me olvidé de sacar con la pincita. ¿Me depilé la tira de cola? No me acuerdo, creo que sí. El está demasiado caliente y yo, intento disimular mi falta de relajo y la transpiración nerviosa que emana mi piel. Trato de no pensar, porque siempre pienso pienso pienso, pasa que triple pienso y me olvido de existir. Otra vez, se me cierra el culo, el culo no, los otros agujeros. Vamos nena, abrite, abrí las gambas, abrite al placer y relajate. Cierro los ojos un momento. Pienso en Corrientes, en el campo, en los hombres fuertes de campo, con las manos ásperas y la piel bronceada y curtida por el sol de los que amanecen con el cantar animal. Me transformo en un animal, un poco retobado al principio, y luego de oler a Corrientes, me quedo manso, dejo que me rodee, me embista y empuñe su vaina. Tranquila, Amelia, ya la tenés adentro. Los ojos de Corrientes brillan de júbilo y los míos, supongo que de gozo. ¿A quién quiero engañar? No acabé, ni siquiera me mojé un poco. Tras algunas exhalaciones profundas, Francisco empezó con un cuestionario que pareció un examen pre-quirúrgico, fue algo incómodo explicarle el intento fallido de su antecesor, pero su cara cambió ante la idea de ser mi profesor sexual. A pesar de que no moría de amor por él, me di la chance de salir con este abogado, correntino, apasionado por la política, de modales ordinarios y pésimo vestir. Íbamos de copas, a ver bandas chicas, a bailar funk, me quedaba a dormir a su casa, lo acompañaba a comprar al súper, cocinábamos juntos, o mejor dicho, yo lo miraba cocinar. Qué extraño, dormir en la casa de este tipo. Cómo ronca, ¿tendrá sinusitis o sueño pesado? Me incomodaba la intimidad con él, su forma de tocarme, de provocarme. La mayor parte de las veces, me abría la puerta de su casa y me arrinconaba como perro en celo. Si el flaco te gustase, eso no me molestaría en absoluto, me dijo la flaca en una de nuestras tantas charlas telefónicas. No sé, amiga, me siento un agujero, siento que no me presta atención cuando hablo, no le interesa lo que digo o piensa que soy frívola porque no tengo ideales políticos. Y lo peor de todo, tiene modales asquerosos. Llegué a pensar que pasó hambre, que proviene de una familia de muchos hermanos o tal vez, se crió entre bestias depredadoras. La primera noche que fuimos a cenar afuera, sentí vergüenza ajena. El correntino no levantó la vista del plato, hizo chillar los cubiertos haciéndome doler los dientes y antes de que yo apoyara los míos, me preguntó: ¿esto no lo comés, no? Puede que sean detalles. Dentro de todo, parece un tipo serio, quiere ponerse de novio y ponerla seguido. O ponerla seguido y ponerse de novio. ¿Acaso no era eso lo que querías? Pasaban los días y el se mostraba preocupado de que yo estuviera trabada para tener relaciones. Es cierto, lo nuestro no fluía, o yo no fluía. Creía que era cuestión de tiempo, de confianza y de sacarle presión al tema. Tanto insistió con mi imposibilidad de goce, que habló con su amigo ginecólogo y me agendó una cita. Sí, accedí a que un amigo suyo me ponga en los estribos para examinar mis genitales con un espéculo. ¿Estás conforme, Francisco? Pero eso no fue suficiente, y su preocupación crecía directamente proporcional a mi hermetismo. Cuanto más insistía, más me cerraba. Finalmente, sugirió que fuera a ver a un sexólogo, porque según Corrientes, lo mío era falta de deseo. Ah boeeee, nonono, eso ya es demasiado. Disipé la idea de visitar a otro profesional, y me propuse relajarme. Y mientras él me sostenía las piernas, lo hice, me relajé y conecté. Conecté con su entrada, esa superficie lisa y brillante digna del kipá. Deber ser eso, debe ser que cuando me acerca la lengua para chuparme la concha el brillo de su pelada me distrae. Es algo superficial, al igual que sus ruidos molestos al comer y los ronquidos profundos. Me perturba lo banal pero más la forma en que me subestima y me desacredita por no tener una bandera que defender. No, Francisco, te agradezco la preocupación, pero no voy a visitar a un sexólogo. Mientras los meses pasaron, mi incomodidad creció a la par de mi disgusto. Era algo tan simple y lo tenía delante de mis ojos: Corrientes no me gustaba y tenía que darle el olivo. Pese a mi esbozo de frases culminantes, recurrí a la más trillada, no sos vos soy yo, y así concluí la historia con el correntino que comía como cogía.

El rayo

Si no hubiera sido por tu desamor, este blog nunca hubiera existido, sentencié. Cada vez que evoco el dramatismo con que dije esta frase, le vuelvo a agradecer en silencio al sujeto por el cuál comenzó esta locura del diario abierto. Porque este espacio, muy a mi pesar y en detrimento de mi obsesión por encontrar un género en la escritura, no es más que un cuadernito de tapa rígida y hojas de alto gramaje en el que vuelco anécdotas.

Si no hubiera sido por tu desamor, este blog nunca hubiera existido, sentencié. Durante un tiempo considerable, me dediqué a buscar el amor y caí  en lugares equivocados. Emprendí esa tarea que para algunos se daba de manera orgánica como la búsqueda de un tesoro. Y aquel primer sujeto constituyó un error espacial, temporal y existencial, porque no estábamos destinados a ser.

Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio, afirma Cortázar en Rayuela.

Será que llegué demasiado tarde a Rayuela. Releo ese dogma una y otra vez. Mi infortunio radica en que me he pasado gran parte de mi adolescencia e incipiente adultez forzando al rayo. Eligiendo uno sin potencia, de pocos vatios. Entonces, el amor no se elige, Amelia. El amor no… un montón de cosas que solo se descubre andando. Esta mañana no tiene más que revelaciones. Mientras me dejo ser en esta página en blanco, escucho de refilón:

Uno es lo que es porque ha ido de fracaso en fracaso, confiesa Imanol Arias a Pablo Sirven en una entrevista transmitida en La Nación TV.

Si en la vida todo hubiera sido éxito, este registro catártico no hubiera existido. Un poco te celebro, mi perro del ortelano. A partir de tu desamor, querido primer sujeto, quedé librada al azar. Y una noche cualquiera, mientras escribía con furiosa tinta rosa las frases más crudas que me dedicaste, un dulce ardor se hizo presente, atravesándome el cuerpo, partiéndome los huesos, dejándome estaqueada en el medio de la cama entre sábanas con puntilla, libretas multiformes y biromes de colores.

Ugarte y Arribeños

Jueves 6 de septiembre. Amanezco horas antes de que suene la alarma del celular, con un rayo partiéndome la cara y una resaca tinta amurándome la cabeza. Camino en dirección al baño, y mientras me lavo los dientes, abro la ducha. Una falsa ilusión de tiempo ganado, un derroche de agua. Me miro al espejo. Soy la detonación en persona. Me limpio el maquillaje de los ojos y entro a la ducha. Me pesan las copas y las piernas en iguales proporciones. Me seco y me visto rápido porque quedé con Padre que pasaba a buscarme a las 8.30 para ir a Belgrano. Me maquillo un poco para disimular la mirada acartonada. Una vez en la cocina, dirimo entre un café, un Alikal o un tostado. Una o todas las anteriores. Algo que absorba el malbec aniquilador. Empiezo por el Alikal y abandono las otras dos. Estoy en modo lento. Se me hace tarde. Bajo y me subo al auto de Padre que putea porque demoré 10 minutos. Es que no venía ningún ascensor, me excuso. Nos dirigimos a la zona del Barrio Chino. Padre tiene que ir al dentista por ahí cerca y de paso aprovechamos para ver qué tal los precios del pesca y otros insumos. Sí, voy con Padre. En otro momento me explayaré sobre el tema de compartir el trabajo con él. El tránsito, caótico. Típico de la 8.50 am. Sigamos el Waze, sugiero. Pero Padre, hombre obstinado si los hay, lo sigue un poco y otro poco hace la suya. Te dije que esto te marca el camino en tiempo real, viejo. Nos la damos de frente con un desvío producto de un camión pica veredas cuya obra no está señalizada, producto de la crisis que impide pagar la señalética vial o de una gestión desordenada que fabrica obra pública a troche y moche. Con más vueltas que calesita dominical, llegamos al dentista. Me bajo del auto medio boleada. Tengo para una hora más o menos. Tomate un café en Chef León mientras me esperás y te vas a comprar el pescado, dice Padre. Me tomo el café, después vamos juntos a Casa China, le digo. Estoy tan mareada que camino sin dirección. No quiero tomar café. Bueno, entro, pido un café y voy al baño. Mejor no. Camino.Voy hasta la casa de muebles de la esquina de Libertador y Ugarte. Está cerrada.Vuelvo a pasar por Chef León. No quiero café. Voy en busca del pescado. Doblo en Arribeños y dejo que mi sentido de la orientación siga su curso. En el camino, veo un perro asomarse por una ventana y le devuelvo la mirada. Me enamoré del can, le saco una foto y sigo viaje. Iberá. ¿Iberá? Creo que estoy yendo para el otro lado. Googlemapeo Casa China y confirmo una vez más que soy pésima para la geolocalización. Tomando la ruta inversa, paro en un almacén chino. Busco un agua de litro y medio. Es mucho, pienso. Me van a dar ganas de mear. Entre mi indecisión y la china atendiendo al proveedor de cigarros, devuelvo el agua a la góndola y me voy. Ya fue. Directo a Casa China. Mientras camino, Padre me llama y me dice que se liberó antes de tiempo y que a la vuelta tiene que pasar de nuevo a retirar algo. Nos encontramos en la esquina del dentista, caminamos unas cuadras más y llegamos al Disney del oriente. Después de pasar por variedades de té, granos, harinas, productos secos y otros, llegamos a la pescadería. Merluza, pez espada, gatuzo, congrio, lenguado, abadejo. Lo que más me cierra es el salmón blanco. Me acerco a los muchachos que manipulan pescado y pido 8 kg de salmón limpio, que son algo así como 20 kg de bicho entero. Mientras lo preparan ante la mirada atenta de Padre, paseo un poco, elijo algas y veo precios de salsas japo. Están imposibles. Padre también compra algunas cositas para consumo personal. Vamos a la caja, pagamos y nos vamos. El sol y el aire primaveral me oxigena. Veo puestos con flores y paro. Me compro dos plantas amarillas y las visualizo en mi balcón. Caminamos un poco más, llegamos a la esquina del dentista, en donde hay una parrilla cerrada al público con unos bancos en la vereda. Esperame acá que ya vengo, dice Padre. Por Arribeños, viene un hombre rengueando con un bastón en la mano derecha. Intercambiamos miradas, un suspiro profundo y nos sentamos, cada uno en un banco diferente. Al ver su mirada y su dificultad, siento que mi suspiro fue exagerado. Segundos después, un hombre de unos 50 años, se acerca y lo saluda. Parece que se conocen del barrio. Me quedé viudo el viernes, dice el hombre del bastón cuya voz se quiebra al dar la noticia. No me diga, Roberto, lo siento mucho. Mientras aquel hombre daba detalles de cómo partió su mujer, me quedé mirando a la nada. Sentí mi corazón desgranarse, la angustia que pesaba en mi garganta y una lágrima quemándome la mejilla bajo el inmenso sol que compartíamos Roberto, su vecino y yo en la esquina de Ugarte y Arribeños. Ya estoy, escucho la voz de Padre. Me levanté, cargué las bolsas y sentí el dolor de Roberto desprenderse como una estela en la brisa de la mañana.