El cuerpo que habito

Pasó tiempo. Pasó pandemia. Está pasando. Abro el placard una mañana cualquiera. Saco un pantalón de jean ajustado. Me lo pruebo. Demasiado apretado. Saco otro. Apretadísimo. Mi ojo virginiano y meticuloso serpentea la voluptuosidad de mis caderas asimétricas. Todo me calza horrible. Qué espanto. Miro el estante de nuevo. Tomo los jeans más anchos que encuentro. Mom jeans, un corte que vengo usando desde el primer confinamiento sentenciado en la Argentina. Porque no puedo soportar las curvas que delinean los otros pantalones, que no son recientes. Como tampoco lo es la necesidad de embolsarme. Me apego a la tendencia oversized y de entre casa que promueve la moda actual. Yendo de la cama al living, de la casa al chino, rigiéndome por un DNU tácito – decreto de necesidad y urgencia – que autoriza el disfraz de carpa, las ojotas con medias y otros cuantos cachetazos al buen vestir. Retiro los bifes, mezclar es divertido: rayados, cuadrillés, estampados, lisos, texturas, overlapping. Vestirse para mí es un juego. Cómo olvidar el fatídico jueves 19 de marzo de 2020. A partir de aquel primer anuncio de cuarentena, un objeto intrascendente se convierte en un elemento esencial de circulación: la ecobolsa. Ese trozo de friselina estampada es la excusa para salir a dar una vuelta cuando no tenés perro o no sos personal esencial. Un elemento textil se vuelve pieza fundamental del look ekeko.

Terminada la digresión fashionista, admito coquetear con lo estrafalario pero tolero mi actitud escondedora en el marco de lo cómodo, ligero y amorfo. Debajo de esas grandes capas de género, hay dimensión, materia, volumen. Un cuerpo con el cual hago y soy la que soy, del cual tengo que hacerme cargo.

No tiene sentido embalarlo, negarlo, ocultarlo. Como tampoco lo tiene perder tiempo frente al espejo estudiando cómo disimular mi anatomía, fruto de una genética de formas contundentes sumado a hábitos adquiridos en la vida adulta, a la joie de vivre. Como no tiene gollete que durante años haya rechazado la playa como lugar para vacacionar por considerarla un destino de alta exposición, un guiso de siluetas multiformes y semi desnudas que se pasean escasas de trapos. Porque mi humanidad no sabe cómo transitar esa pasarela del infierno hacia el mar. Mi ego corporizado no soporta el peso de la mirada ajena. ¿De qué mirada? ¿Quién es ese otro? Sos tu propia espectadora y verduga en ese periplo hacia la orilla. Como sí amerita mencionar el bullying sufrido durante alguna etapa de la vida, que caló profundo, tanto que nos pasamos la adultez buscando maneras de mejorar lo que nos fue dado o de capitalizar la cualidad que fue objeto de burla, que nos hizo sentir excluidos o autoexcluirnos.

Es posible que muchos de nosotros no hayamos sido educados en la diversidad. Porque cada década tuvo su anatomía hegemónica. Armónico, bello, pulposo, sanito, saludable, fit, cualquiera sea el término que el sistema hubiera impuesto, estaba lejos de promover la variedad. Es posible que creamos que somos más amplios de lo que fueron nuestros ancestros o fuimos en otros tiempos. Pero aceptar y aceptarse requiere de un ejercicio permanente de reflexión y empatía. Una práctica que involucra una mirada superadora, que abra el diálogo, que nutra, que escuche voces con matices diferentes. Pensar antes de hablar, escuchar con atención y despojo, evitar la opinión no solicitada. La verdadera inclusión está en constante evolución.