No valés un cuerpo

Empecé a escribir cuando era adolescente. Tendría 11, 12 años. Era una nena con poca gracia física, más alta que el promedio de mi clase, plana de frente y voluminosa al dorso. Mi pelo, ciclotímico como la primavera, se crispaba con la humedad y tomaba vuelo propio. Lo más prominente de mi cara eran y son mis mejillas. Si a eso lo sumamos la miopía que me acompañaba desde los 7 años, mi rostro no era algo para el halago. Estaba lejos de ser una belleza, pero tampoco era, como solía decir mi mamá, una carita difícil. No calificaba para la categoría de linda y popular, como tampoco para la de nerd. Creo que es una condición que me tocó por ser la más chica. Los últimos tenemos un poco de cada cosa. Somos como la cena del 25 de diciembre, rejuntes de lo que quedó del almuerzo, que supieron ser sobras de la noche del 24.
Me quedaba ir por el camino del cerebrito. Pero para mi infortunio, en la repartija arbitraria de la génesis, la habilidad para las ciencias exactas me salteó. Todo contenido numérico o contable caía en el pozo ciego de mi marote. A pesar de ello, tenía muy buen trato con las profes de las ramas exactas. Con la de Matemáticas, por ejemplo, había una especie de simpatía manifiesta durante las clases, porque ella percibía mi atención esmerada, mi esfuerzo por tomar nota de todo y tener las tareas al día. Pero aquella relación fluida moría en las instancias de evaluación. No la culpo por detestar mi parsimonia en los exámenes. Recuerdo que entregaba las pruebas con las hojas un poco húmedas por el sudor de las manos y levemente borroneadas. Solo en esa materia, ok, también en Física y en Química, me abandonaba a la desprolijidad. Era de las últimas en transitar el corredor de la muerte, encorvada y temerosa, tragándome agua de moco y angustia. Algunas veces tenía la total certeza de que m había ido como el traste; otras, gimoteaba mirando al cielo como esperando el milagro del diosito al que tantas veces me hacían rezarle las monjas de azul sotana.

Mientras asimilaba el trauma mercantil, iba descubriendo que el arte de las Letras me calzaba mucho mejor, aunque la profesora de Literatura tenía una voz débil y monocorde, por eso no lograba captar la atención de su audiencia y menos seducirla a adentrarse en los mundos borgianos. De algún modo, esa falta de carisma mezclada con mi fascinación por las historias de las cuales poco recuerdo (tengo muy mala memoria) me llevaron a contar las mías. Y no puedo precisar el momento, pero dejé de hacer dibujitos en mis cuadernos y empecé a escribir fragmentos de mi adolescencia. Los diarios íntimos nunca me gustaron. Me parecían incómodos para escribir por su encuadernación y absurdos por la facilidad con la que podían violentarse sus candados. Recuerdo un cuaderno de tapa negra de pvc, con un corazón calado en el frente, de hojas blancas y de colores flúor. En él dejé que las palabras corrieran con libertad y contaran mi paso por la secundaria, como los ensayos para las misas tocando el bombo legüero, cantando en cuanta misión religiosa nos llevaran las monjas. Cualquier ocasión era propicia para pronuniciar a todo trapo el cancionero chupacirio o los hits de la Sole si lográbamos negociar un update del repertorio. Bendeciré al Señor en todo tiempo mientras viajo por las nubes voy llevando mi canción. Era feliz en esos espacios, me olvidaba de mi pelo marañoso, mis cachetes sobresalientes, mis anteojos de John Lennon. Lo daba todo a la hora de cantar, como había visto tantas veces a mi abuela Elsa.
Ella merece un párrafo aparte, la más mujer más hermosa de mi familia. Una artista anónima, que cantaba como un ángel soprano, pintaba hasta en las servilletas de papel poroso y dejaba su estela por donde fuera. Era una diosa encarnada en un ama de casa que se emperifollaba hasta para ir a la carnicería. No había quien no la recordara por su sola presencia, aunque no dijera ni una palabra. Su voz contundente envuelta en esa piel de porcelana blanca hacían de ella una mujer exquisita.
Volviendo a mi diario no tan íntimo, aquel cuaderno de portada especial, fue, entre otras cosas, pegoteado con pedacitos de guirnalda que guardaba de algún asalto en el que había bailado con el chico que me gustaba, quien con más cortesía que placer, me regalaba un tema de Ricky Martin. No fue una etapa fácil, pues la comunicación no se me daba naturalmente. No se me daba en lo más mínimo. Además, no me sentía muy cómoda con mi aspecto general: era flaca, tenía las piernas largas y una cara mofletuda que más allá de no encajar con el resto de mi percha, era constante punto de bullying de varones sabían cómo derribar mi autoestima en segundos. Desde ese entonces, me fui sumergiendo en mis hojas de alto gramaje, en las Rivadavia rayadas que abultaban mis carpetas, tomando el coraje para narrar lo que no me animaba a expresar. Y aunque muchos de aquellos anotadores, libretitas y cuadernos ya no están entre nosotros, de aquellos papelitos renací como Amelia: una voz que vino a contar historias con humor, acidez y dramatismo.

No vales un cuerpo, vales un texto.

Ugarte y Arribeños

Jueves 6 de septiembre. Amanezco horas antes de que suene la alarma del celular, con un rayo partiéndome la cara y una resaca tinta amurándome la cabeza. Camino en dirección al baño, y mientras me lavo los dientes, abro la ducha. Una falsa ilusión de tiempo ganado, un derroche de agua. Me miro al espejo. Soy la detonación en persona. Me limpio el maquillaje de los ojos y entro a la ducha. Me pesan las copas y las piernas en iguales proporciones. Me seco y me visto rápido porque quedé con Padre que pasaba a buscarme a las 8.30 para ir a Belgrano. Me maquillo un poco para disimular la mirada acartonada. Una vez en la cocina, dirimo entre un café, un Alikal o un tostado. Una o todas las anteriores. Algo que absorba el malbec aniquilador. Empiezo por el Alikal y abandono las otras dos. Estoy en modo lento. Se me hace tarde. Bajo y me subo al auto de Padre que putea porque demoré 10 minutos. Es que no venía ningún ascensor, me excuso. Nos dirigimos a la zona del Barrio Chino. Padre tiene que ir al dentista por ahí cerca y de paso aprovechamos para ver qué tal los precios del pesca y otros insumos. Sí, voy con Padre. En otro momento me explayaré sobre el tema de compartir el trabajo con él. El tránsito, caótico. Típico de la 8.50 am. Sigamos el Waze, sugiero. Pero Padre, hombre obstinado si los hay, lo sigue un poco y otro poco hace la suya. Te dije que esto te marca el camino en tiempo real, viejo. Nos la damos de frente con un desvío producto de un camión pica veredas cuya obra no está señalizada, producto de la crisis que impide pagar la señalética vial o de una gestión desordenada que fabrica obra pública a troche y moche. Con más vueltas que calesita dominical, llegamos al dentista. Me bajo del auto medio boleada. Tengo para una hora más o menos. Tomate un café en Chef León mientras me esperás y te vas a comprar el pescado, dice Padre. Me tomo el café, después vamos juntos a Casa China, le digo. Estoy tan mareada que camino sin dirección. No quiero tomar café. Bueno, entro, pido un café y voy al baño. Mejor no. Camino.Voy hasta la casa de muebles de la esquina de Libertador y Ugarte. Está cerrada.Vuelvo a pasar por Chef León. No quiero café. Voy en busca del pescado. Doblo en Arribeños y dejo que mi sentido de la orientación siga su curso. En el camino, veo un perro asomarse por una ventana y le devuelvo la mirada. Me enamoré del can, le saco una foto y sigo viaje. Iberá. ¿Iberá? Creo que estoy yendo para el otro lado. Googlemapeo Casa China y confirmo una vez más que soy pésima para la geolocalización. Tomando la ruta inversa, paro en un almacén chino. Busco un agua de litro y medio. Es mucho, pienso. Me van a dar ganas de mear. Entre mi indecisión y la china atendiendo al proveedor de cigarros, devuelvo el agua a la góndola y me voy. Ya fue. Directo a Casa China. Mientras camino, Padre me llama y me dice que se liberó antes de tiempo y que a la vuelta tiene que pasar de nuevo a retirar algo. Nos encontramos en la esquina del dentista, caminamos unas cuadras más y llegamos al Disney del oriente. Después de pasar por variedades de té, granos, harinas, productos secos y otros, llegamos a la pescadería. Merluza, pez espada, gatuzo, congrio, lenguado, abadejo. Lo que más me cierra es el salmón blanco. Me acerco a los muchachos que manipulan pescado y pido 8 kg de salmón limpio, que son algo así como 20 kg de bicho entero. Mientras lo preparan ante la mirada atenta de Padre, paseo un poco, elijo algas y veo precios de salsas japo. Están imposibles. Padre también compra algunas cositas para consumo personal. Vamos a la caja, pagamos y nos vamos. El sol y el aire primaveral me oxigena. Veo puestos con flores y paro. Me compro dos plantas amarillas y las visualizo en mi balcón. Caminamos un poco más, llegamos a la esquina del dentista, en donde hay una parrilla cerrada al público con unos bancos en la vereda. Esperame acá que ya vengo, dice Padre. Por Arribeños, viene un hombre rengueando con un bastón en la mano derecha. Intercambiamos miradas, un suspiro profundo y nos sentamos, cada uno en un banco diferente. Al ver su mirada y su dificultad, siento que mi suspiro fue exagerado. Segundos después, un hombre de unos 50 años, se acerca y lo saluda. Parece que se conocen del barrio. Me quedé viudo el viernes, dice el hombre del bastón cuya voz se quiebra al dar la noticia. No me diga, Roberto, lo siento mucho. Mientras aquel hombre daba detalles de cómo partió su mujer, me quedé mirando a la nada. Sentí mi corazón desgranarse, la angustia que pesaba en mi garganta y una lágrima quemándome la mejilla bajo el inmenso sol que compartíamos Roberto, su vecino y yo en la esquina de Ugarte y Arribeños. Ya estoy, escucho la voz de Padre. Me levanté, cargué las bolsas y sentí el dolor de Roberto desprenderse como una estela en la brisa de la mañana.

Mundo bello

Dice Héctor Tizón en un fragmento de La belleza del mundo:
«… La belleza del mundo en un día como hoy, por ejemplo, es un milagro. Todo estaba en silencio, pero no un silencio simplemente de ausencia de sonidos, sino algo infinitamente más real que los sonidos. Hay un silencio en la belleza del mundo que es como inaudito y extraño que nos hace olvidar la suerte y la desdicha y el destino personal…»