Glitter matutino

Acabo de salir de la clínica del ojo número mil. Las máquinas de hacer chorizos. Revisión rápida. Gotas que se suman a mi colección. Te veo en dos meses, dice el médico, que debe haber nacido después que yo, a pesar del bigote que luce para simular la experiencia que su baby face no le permite aparentar. Al salir del edificio, constato con la cámara del celu que los bordes mis ojos están naranjas por esas gotas densas que te ponen para revisarte con el microscopio ocular (googleé cómo se llamaba el artefacto, no estoy segura porque todos los que veo son mucho más modernos). Voy hacia la esquina de Uriarte. Estoy con la compu buscando un lugar dónde desayunar. Café Chef León. Recuerdo que el café no me gustaba pero está casi vacío y es un buen espacio para sentarme a trabajar. Elijo una mesa en box que está bien en la punta, contra la pared de la barra. La camarera se acerca sin apartar la vista del celular. Te da la carta con una mano y con la otra, tipea. Solo lo suelta cuando tiene que sostener una bandeja que le requiere el uso de ambas extremidades. Tiene tantas ganas de laburar como yo de abrir el Excel. El cajero es una drag queen hermosa que tiene la música disco al palo. Por momentos, estoy montada en un parlante de Club 69 llena de glitter, en un total fucsia, sudando igual que las paredes. No sé si Bring it back se acopla con el mood de las 9 de la mañana del cruce entre Montañeses e Uriarte. Estoy a un suspiro de corear: Last night a DJ saved my life. La playlist se me insinúa de un modo descarado. Suena Beyoncé, abran paso.

No traje auriculares y no es necesario aclarar que la música me distrae.Y como tengo ese don rockola, la memoria se me da muy bien para una amplia gama de géneros musicales. It’s about damn time. Frases que se cuelan por entre estas líneas que no son más que un ejercicio bastante divertido que me pone en situación de tomar todo lo que me rodea como un elemento para el relato.

Yani se llama la coffee manager. Tiene el pelo parcialmente rosa del lado lado que lo tiene largo y del otro en su color natural, rapado. Amaría rasurarme un costado pero siento que sería darle rienda al Crosty que hay en mí. Siento el pelo vaporoso y sucio. La humedad siempre me da sensación de mugre. Amo enero en la ciudad. Hoy metí 20 minutos clavados para llegar de Caballito a Belgrano, algo imposible durante los consecuentes meses del año. Me estoy haciendo pis. Claro, me tomé un litro de agua antes de salir, un café de medio litro y 200 cc más de agua. Vejiga explotada. Voy al baño. En el trayecto, veo un hombre con la carita de Christ Hemsworth pero más papoteado. Qué espalda, ¿no me querés proteger de todos los males del mundo? No soy tu estilo, pero hundiría mis uñas en esa estructura.

Todavía no he completado la primera página, por eso dejo que los personajes del bar intercedan en este relato. Tienen que ser tres carillas.Tengo dos opciones, una la acabo de implementar: aumentar el cuerpo de la tipografía. Tampoco la subí tanto, estaba en 10.5 y la agrandé a 11. El segundo recurso, aumentar el interlineado, pero eso me parece demasiado abuso. Bueno, ya estoy al inicio de la segunda página. Tengo un poquito de frío por el aire pero si tuviese algún saquito para ponerme, me lo impediría la humedad que hay. El saquito me da muy oficina, muy té, muy señora.Acaba de entrar un hombre maduro que destila un perfume muy masculino. Señor del bien, usted me envuelve con su estela amaderada. Lleva camisa blanca, jean oscuro, zapatos y anteojos. Se pide un avocado toast sin queso, con pan finito y un café solo. O es intolerante a la lactosa, o hace alguna dieta sin lácteos. No lo veo pero mi visión periférica me dice que está chateando. Yo escribo en una computadora, otro escribe en un celular. No veo cuadernos. Yo tengo uno y cada vez me cuesta más entenderme la letra. Estoy exacerbada por el frenesí que me provoca la gente que entra y sale de un bar por la mañana. Extasiados mis dedos bailan al son de las tazas que se apoyan en sus platos. Chequeo que Rober, ¿Rober? Confirmo que Claudio tiene zapatillas marrones, no zapatos. Exhala una risa tímida. Su color de voz parece cálido. ¿Qué habrás leído Clau? ¿Qué será lo que te tiene contento esta mañana? Me obsesiona saber cómo te llamás, Clau. Necesito saberlo. Voy a pensar nombres de hombres cincuentones: Claudio, Marcelo, Alejandro, Eduardo, Daniel, Damián, Juan, José, no me das José. Jamás podría llamarte Pepito, me da headliner de showcito infantil. Sabés Clau, las historias están en el aire. Tu tono de voz tiene cierta formalidad. Si bien usás camisa blanca con zapatillas, algo me dice que sos un tipo clásico. No puedo ver si estás casado, pero supongo que tenés pareja. En cualquier momento, improviso una sutil torsión para ver tu anular izquierdo. No puedo vivir inventando, o sí, porque esta es mi jurisdicción. Fijate cómo tu usual desayuno se convierte en una escena que contribuye a mi ejercicio matutino. Artista de la lengua, magister en la palabra, especialista en micro relatos, pintora de cotidianidades ajenas. Qué obsesión. Te amo, Mairal. Tus retazos me dieron el impulso que necesitaba para confiar en que un café pedorro post visita médica resignifican el sentido de esta pasión por escribir cuanta cosa expele mi mente y materializan mis dedos. Acaba de salir el ke onvre grandote. Tallado por los dioses y con ese andar pesado que da entidad a cada uno de sus músculos minuciosamente trabajados. Pero ya tengo una nueva obsesión: Claudio y su avocado toast. Lo oigo carraspear luego de tragar el primer bocado. Ahora si me ayudan a pensar, a qué se dedica. La investigación se interrumpe. Beyoncé con su disco bolichero. Son demasiados estímulos para una mujer hambrienta. Claudio bebe un sorbo de su café negro y vuelve a carraspear, se limpia la boca. Claudio. Gallo Claudio. Largalo, Claudio. No es arquitecto. Acaba de pedir la cuentita. Cuando lo vea partir, podré completar el perfil. Eso me dará la información faltante. Vamos Clau, tirame un centro. Tu vecina de box necesita completar tu ficha personal, la actividad que la sumerge cada mañana en una nueva aventura de estampar tres páginas en blanco. Si vos supieras que sos el motivo. Veo notificación. Nicetobar acaba de publicar una foto. Me escuchó, me leyó el Club 69 que mencioné más atrás. Cada vez, la claridad es mayor. Claudio tenía un poquito más de 50 años, una buena respiración soporte de sus grandes gafas.

Amar te prende

Una vez sentí un amor tan desbordado que me llevó a emitir una declaración prematura, impertinente, inapropiada. Ese texto nacido de las entrañas, expuso mis deseos, temores e inseguridades con un énfasis superlativo. Porque el ímpetu de querer darlo todo navegaba en un mar de incertidumbres, alimentando una ansiedad devoradora que pronto haría catarsis. ¿Cómo callar al alma en carne viva? ¿Cómo saciar la sed de la piel?

Los días de romance estaban contados. Uno asentado, el otro de visita. La razón lo anunciaba como un amor de verano pero el corazón lo iba edulcorando hasta el límite de la diabetes. Obnubilada. Por su imagen, su manera de hablar, su léxico y su lengua, su determinación. Alto en el cielo, hombre iluminado. Frenesí.

Fue un tiempo que vuelve intermitente a colarse entre mis sueños. Mis pies se desprendieron del asfalto caliente de diciembre cuando lo vi por primera vez. Durante aquellos días, nunca toqué el suelo. Sonreí hasta acalambrar mis músculos faciales. Vibré mi andar en colores hd. Cada melodía compartida electrizó mi cuerpo y mis labios. Reí hasta llorar y lloré hasta reír. Amé cada minuto con él y conté las horas para volverlo a ver. Sufrí su despedida anticipadamente. Escribí como si la vida se me fuera en las palabras que le dediqué con precisión de cirujano. Me entregué como a ningún hombre antes. Expansión.

Energía, seducción, complicidad. Luz, explosión, amor. En esa vorágine de sustantivos, omití un pronóstico que indicaba fecha de caducidad. Cambiar el hasta siempre por el hasta pronto no engañaría al destino prescrito. Tras su anunciada partida, seguimos en contacto, a pesar de la distancia física y la diferencia horaria, preservando cada mensaje de WhatsApp como un tesoro. Ensayé y desplegué mi seducción a través de fotos y videos. Pero en una noche de desatino, me senté frente a la pc vieja y volqué todo lo que había dentro de mí en el extenso mensaje que predijo la debacle de mi dignidad.

Espasmo, sorpresa, enojo, desencanto, entierro, desesperación. Desamor. Me convertí en un sujeto rastrero implorando perdón. Silencio sepulcral y y mensajes sin leer. A una mujer de palabra no hay nada que la desespere más que el zumbido del vacío. Cuando pasó un tiempo impreciso y mermó su enojo, la realidad ya no sabía a fruta de verano. Mantuve intacta en una iniciativa sugerida: mensajes cortos, prolijos, cuidados, como para no espantarlo más ¿más, Amelia? Así estuve dos años en vilo, mandando saludos relajados con frecuencia calculada, esperando sus respuestas limpias y correctísimas, intentando tener un lugar en su agenda, en su cabeza, en su corazón. Amainando mi intensidad a ver si eso lo traía de regreso a enero del 2020.

No me arrepiento de casi pedirle que se case conmigo a los 10 días de conocernos. No me arrodillé pero estuve cerquísima. Hubiera omitido unos cuantos detalles, seguro. Hubiera hablado solamente de mis pesares, también. Lo que hubiera editado ya no tiene sentido. 
Sí, quiero todo con vos pero sé que en este momento no podés dármelo y es posible que no puedas, ¿y si pudieras, cuándo sería?
Esa frase resume la angustia de mi contundente declaración. ¿Fue mucho? Un montón. Me valió cara la osadía de vomitar ante aquel hombre perfecto, pero la celebro con la vehemencia de un evangelista. Porque era eso o enloquecer, si es que eso no era locura.

Y entre alguno de esos mensajes esporádicos, deslizó que volvía a la Argentina, y casi que me morí de un paro cardíaco pero no, porque acá estoy activando mi dinamita. Y nos volvimos a ver en un lapso en que él estuvo antes de su regreso definitivo. Y me comporté como una lady que nunca soy. Creí que ser atinada era lo que correspondía. Por una vez en tu vida, Amelia, no te muestres tanto. No sé cómo sostuve la mandíbula cuando lo escuché decir el motivo de su regreso. Seguro apreté tanto los dientes que recrudecí mi bruxismo. No dije mucho en aquella cena, me dediqué a escuchar. Y esa noche dormimos juntos y un montón de detalles que no voy a dar. No lo abracé tanto como hubiera querido. No lo acaricié con esa delicada motricidad que pude proveerle a pesar de mis toscas manos. No lo besé con el vendaval que me provocaba todo él. No fui yo. No podía ser yo. Tenía que retirarme con altura, por encima de mis 175 cm. Y no escribir después de coger porque así se estila en lo casual. Y desear un buen viaje, menos. ¿Un te voy a extrañar? Desubicadísimo. Y no preguntar la fecha del retorno definitivo y no pensar. No nada. No cabía una puta ilusión. Me mordí los dientes, la lengua y cerré el culo, por las dudas.

Amar a alguien que no está disponible duele fuerte como los huesos de un viejo cuando hay humedad.

Loop

Esa mente que tiene, cómo se expresa. Sus gustos, sus dudas, su fervor. 
Ese modo que tiene es un imán.

Son las 7.30 am del último domingo de agosto de 2021. El desvelo constituye una necesidad biológica de disponerme a escribir. Mis piernas sostienen el soporte por el que mis dedos liberan las líneas que te convocan, mientras un rayo de sol se cuela entre el espacio que separa a las cortinas, trazando una estela naranja sobre la mitad vacía de mi cama. Suena Aristimuño, suave, nostálgico y preciso:

Quiero besar tu mirada, antes que cierres los ojos.
Quiero besarte dormido y despertarme en tu boca.

Vos.

De vez en cuando, me convenzo de darle un descanso a la ilusión, pero mis argumentos no la disuaden.
¿Debería soltar la posibilidad de vos? ¿Debería abandonar este diario anacrónico en el que te comparto pedacitos de vida?

Quedé suspendida en el fervor de aquella tarde del 27 de diciembre de 2019, en la esquina de la luz. Desde algún tiempo impreciso, decreté a la intersección de Nicaragua y Arévalo, la más luminosa de toda Buenos Aires. Porque ahí te vi por primera vez y algo en mi cosmovisión cambió para siempre. O todo. ¿Aunque decir todo es no decir nada? Quedé prendida de esos 10 días en los que nuestras almas se conectaron de un modo mágico, orgánico, transparente.

El tiempo transcurrido puede sosegar el sentir, amansar el espíritu, encausar el vendaval. Pero no callarlo, reprimirlo, negarlo.

Mis deseos laten en ese aire cálido y húmedo, que entreveran sueño y realidad.

Estoy un loop de tus besos, de tu lengua, que hace, que dice, que provoca :::

Cuarentena – La boya

Jueves 21 de mayo. Estoy tan opaca y chata como el paisaje que entra por mi ventana como un bloque gris, pesado y monótono. Me aferro al trabajo como la única boya que me mantiene a flote. No sé para dónde ir, solo tengo ese plástico naranja que abrazo con todo mi cuerpo porque es lo único que puedo tocar sin ponerlo en riego, y no por mi capacidad de destruir todo en segundos, sino por el virus que nos loopea en la incertidumbre. No puedo detenerme ahora, tengo que bracear un poco más para llegar a la orilla y recobrar fuerzas.

Pelear con proveedores, mirar qué están haciendo los otros, cagarse de frío parada en puertas ajenas. Defender tu guita, intercambiar ideas con amigos y colegas, reconquistar a tus clientes.

Discutir con carniceros, probar nuevos, desecharlos. El último ya es historia, porque no puede creer cómo su ojo de bife no es una manteca o cómo los pecetos que me mandó intercalados con nalga, parecen de mamut. O lo que es peor, no son pecetos, son nalgas. Me quiere seguir vendiendo pero no abandona la pedantería y yo, que estoy con la mecha más corta que nunca, me resisto a escuchar su concatenación de audios y a perder tiempo en capturas de pantallas de clientes que le acarician el lomo. Pienso que sus vacas son viejas y gordas y como sigue atosigándome con su voz irritante, le digo que no me gusta su carne, sus formas, su tono. Si después de 7 años no distingo un peceto de una nalga, me tomo un shot de lavandina concentrada.

Buscar precio entre los verduleros es otro entretenimiento. Entre papa, batata y cebollón, intento procesar los acontecimientos del último fin de semana y voy pensando cómo resolver la toma de pedidos del delivery del Cuchi. Este compromiso con mi negocio me salva del encierro, la paja mental, la carencia del tacto humano. Pero este espacio que es infinito y maleable, le quita drama, cuerpo y dolor a mi existencia. Ya sé quién puede darme una mano con el deli. De forma temporal, claro, porque nada es definitivo. ¿Acaso algo lo es?

Se fue otra noche, mientras sigo dándole forma a esta realidad. Cuando cierro el turno, se apagan las hornallas y se guardan los pizarrones, vuelvo a la quietud de mi casa, a la cama mitad caliente mitad fría, a la certeza de mi destino como eterno unipersonal.