Dejé de pensar en mi cuerpo como algo desagradable, como algo desagradable para mí. Me amigué con las formas que asientan los años y mis hábitos de vida que involucran el buen comer y beber. Pasé mucho tiempo obsesionada con el espejo y mis rendondeces ineludibles de la cara y el grosor de mis piernas y el volumen de mis nalgas y… tantas otras líneas que podrían ser de otra manera pero no son.
Dejé de pensar en mi cuerpo como un envase. Me centré en el contenido. Procuré llenarlo de experiencias, impresiones, textos. Descubrí que todo lo que cabe en ese recipiente es lo que le da sentido a la existencia: el conocimiento, las vivencias, los aromas, los sabores, los sonidos o la música, ay, la música que atraviesa cada estado, las luces, las sombras, los paisajes, el amanecer, la noche, llena de luces, el movimiento, la quietud, la oscuridad, la alegría, el dolor, las ausencias. Los logros, los fracasos, la ansiedad, la angustia, la felicidad. El cuerpo atraviesa cada una de esas sensaciones y todo lo que nos dejan. Nada es más placentero que sentirse vivo, en ese cuerpo. Ahí es donde experimento la verdadera unicidad, ahí es donde me siento plena de ser la que soy contenida en esas formas. No hay otro cuerpo igual al mío, porque no hay otro relleno igual al mío. Y ahí es donde radica el sentido del cuerpo, el de ser recipiente de todo lo que nos define.