Loop

Esa mente que tiene, cómo se expresa. Sus gustos, sus dudas, su fervor. 
Ese modo que tiene es un imán.

Son las 7.30 am del último domingo de agosto de 2021. El desvelo constituye una necesidad biológica de disponerme a escribir. Mis piernas sostienen el soporte por el que mis dedos liberan las líneas que te convocan, mientras un rayo de sol se cuela entre el espacio que separa a las cortinas, trazando una estela naranja sobre la mitad vacía de mi cama. Suena Aristimuño, suave, nostálgico y preciso:

Quiero besar tu mirada, antes que cierres los ojos.
Quiero besarte dormido y despertarme en tu boca.

Vos.

De vez en cuando, me convenzo de darle un descanso a la ilusión, pero mis argumentos no la disuaden.
¿Debería soltar la posibilidad de vos? ¿Debería abandonar este diario anacrónico en el que te comparto pedacitos de vida?

Quedé suspendida en el fervor de aquella tarde del 27 de diciembre de 2019, en la esquina de la luz. Desde algún tiempo impreciso, decreté a la intersección de Nicaragua y Arévalo, la más luminosa de toda Buenos Aires. Porque ahí te vi por primera vez y algo en mi cosmovisión cambió para siempre. O todo. ¿Aunque decir todo es no decir nada? Quedé prendida de esos 10 días en los que nuestras almas se conectaron de un modo mágico, orgánico, transparente.

El tiempo transcurrido puede sosegar el sentir, amansar el espíritu, encausar el vendaval. Pero no callarlo, reprimirlo, negarlo.

Mis deseos laten en ese aire cálido y húmedo, que entreveran sueño y realidad.

Estoy un loop de tus besos, de tu lengua, que hace, que dice, que provoca :::

El cuerpo que habito

Pasó tiempo. Pasó pandemia. Está pasando. Abro el placard una mañana cualquiera. Saco un pantalón de jean ajustado. Me lo pruebo. Demasiado apretado. Saco otro. Apretadísimo. Mi ojo virginiano y meticuloso serpentea la voluptuosidad de mis caderas asimétricas. Todo me calza horrible. Qué espanto. Miro el estante de nuevo. Tomo los jeans más anchos que encuentro. Mom jeans, un corte que vengo usando desde el primer confinamiento sentenciado en la Argentina. Porque no puedo soportar las curvas que delinean los otros pantalones, que no son recientes. Como tampoco lo es la necesidad de embolsarme. Me apego a la tendencia oversized y de entre casa que promueve la moda actual. Yendo de la cama al living, de la casa al chino, rigiéndome por un DNU tácito – decreto de necesidad y urgencia – que autoriza el disfraz de carpa, las ojotas con medias y otros cuantos cachetazos al buen vestir. Retiro los bifes, mezclar es divertido: rayados, cuadrillés, estampados, lisos, texturas, overlapping. Vestirse para mí es un juego. Cómo olvidar el fatídico jueves 19 de marzo de 2020. A partir de aquel primer anuncio de cuarentena, un objeto intrascendente se convierte en un elemento esencial de circulación: la ecobolsa. Ese trozo de friselina estampada es la excusa para salir a dar una vuelta cuando no tenés perro o no sos personal esencial. Un elemento textil se vuelve pieza fundamental del look ekeko.

Terminada la digresión fashionista, admito coquetear con lo estrafalario pero tolero mi actitud escondedora en el marco de lo cómodo, ligero y amorfo. Debajo de esas grandes capas de género, hay dimensión, materia, volumen. Un cuerpo con el cual hago y soy la que soy, del cual tengo que hacerme cargo.

No tiene sentido embalarlo, negarlo, ocultarlo. Como tampoco lo tiene perder tiempo frente al espejo estudiando cómo disimular mi anatomía, fruto de una genética de formas contundentes sumado a hábitos adquiridos en la vida adulta, a la joie de vivre. Como no tiene gollete que durante años haya rechazado la playa como lugar para vacacionar por considerarla un destino de alta exposición, un guiso de siluetas multiformes y semi desnudas que se pasean escasas de trapos. Porque mi humanidad no sabe cómo transitar esa pasarela del infierno hacia el mar. Mi ego corporizado no soporta el peso de la mirada ajena. ¿De qué mirada? ¿Quién es ese otro? Sos tu propia espectadora y verduga en ese periplo hacia la orilla. Como sí amerita mencionar el bullying sufrido durante alguna etapa de la vida, que caló profundo, tanto que nos pasamos la adultez buscando maneras de mejorar lo que nos fue dado o de capitalizar la cualidad que fue objeto de burla, que nos hizo sentir excluidos o autoexcluirnos.

Es posible que muchos de nosotros no hayamos sido educados en la diversidad. Porque cada década tuvo su anatomía hegemónica. Armónico, bello, pulposo, sanito, saludable, fit, cualquiera sea el término que el sistema hubiera impuesto, estaba lejos de promover la variedad. Es posible que creamos que somos más amplios de lo que fueron nuestros ancestros o fuimos en otros tiempos. Pero aceptar y aceptarse requiere de un ejercicio permanente de reflexión y empatía. Una práctica que involucra una mirada superadora, que abra el diálogo, que nutra, que escuche voces con matices diferentes. Pensar antes de hablar, escuchar con atención y despojo, evitar la opinión no solicitada. La verdadera inclusión está en constante evolución.

El núcleo

Una tarde de otoño con ínfulas de verano, le dije a mi madre: no dejes que me quede sola. Como si ella fuera responsable de mi destino. En ese infantil, suplicante y lastimero pedido, dejé expuesto mi augurio de un futuro en soledad. Mi verdad sin eufemismos. Mi despojo de todo adorno literario. Nunca sabré cómo contar esto, pero en mi espacio rige mi libre albedrío.

Quizás sea la pausa que trajo la pandemia, que vino a oponerse a un tiempo despiadado que avanza incólume. No hay niña interior que pueda hacer frente a la inexorable realidad. No son las formas asentadas de una anatomía madura, las cerdas blanquecinas o los pliegues que devienen en facciones pronunciadas. Un día te levantás, te disponés a prepararte un café, y aprovechás esos segundos para sentarte en la computadora y abrir una pestaña en Google: tipeás congelamiento de óvulos. Mi deformación publicitaria rotula: Maternidad envasada: conservar en un lugar fresco y seco – a menos 196 °C. Ese concentrado resulta tentador, por momentos. Si vos querés ser madre soltera, yo te apoyo. Escuchar esa frase de mi madre es uno de los grandes logros de mi vida. Lo tomo personal, porque en algo me adjudico el mérito y es en el diálogo franco. Esa misma mujer que durante mi adolescencia tardía, entraba a mi cuarto, y se me acercaba apenas para ver si había tomado alcohol. Con esa misma señora, podemos hacer imitaciones durante nuestras videollamadas, advertirnos del esto ya me lo contaste y cuestionarnos en qué lugar estamos las mujeres hoy. Ya no me callo nada, me dijo en la última conversación que tuvimos. Me alegro de que así sea, viejita. Porque yo tampoco. 

En esta anécdota que termina cuando mi arbitrariedad lo dispone, dejo correr al vendaval de sensaciones que no puedo sintetizar. Mi vaticinio de un balcón atestado de plantas. El living impoluto ante la ausencia de mascotas adoptadas. La fertilidad criopreservada. ¿En qué instante empecé a sentir que algunas opciones se alejaban de mi radar? ¿Alguna vez estuvieron? ¿Cuándo fue que desperté y tenía 35 años? No dejes que me quede sola, mamá. 

Quizás sea la edad, la sensación de que el tiempo se escurre y la pandemia. La urgencia de abrazar con el cuerpo y con el alma. Como si ver o escuchar apenas alcanzara para sentir la cercanía de los seres que me hacen bien. La necesidad de atravesar la dermis para llegar a ese núcleo cálido y confortable. Y aflojarse, dejarse caer, estirarse para luego encogerse como bicho bolita, dejarse arropar por el sonido de una voz suave: descansá un rato, todo va a estar bien.

No valés un cuerpo

Empecé a escribir cuando era adolescente. Tendría 11, 12 años. Era una nena con poca gracia física, más alta que el promedio de mi clase, plana de frente y voluminosa al dorso. Mi pelo, ciclotímico como la primavera, se crispaba con la humedad y tomaba vuelo propio. Lo más prominente de mi cara eran y son mis mejillas. Si a eso lo sumamos la miopía que me acompañaba desde los 7 años, mi rostro no era algo para el halago. Estaba lejos de ser una belleza, pero tampoco era, como solía decir mi mamá, una carita difícil. No calificaba para la categoría de linda y popular, como tampoco para la de nerd. Creo que es una condición que me tocó por ser la más chica. Los últimos tenemos un poco de cada cosa. Somos como la cena del 25 de diciembre, rejuntes de lo que quedó del almuerzo, que supieron ser sobras de la noche del 24.
Me quedaba ir por el camino del cerebrito. Pero para mi infortunio, en la repartija arbitraria de la génesis, la habilidad para las ciencias exactas me salteó. Todo contenido numérico o contable caía en el pozo ciego de mi marote. A pesar de ello, tenía muy buen trato con las profes de las ramas exactas. Con la de Matemáticas, por ejemplo, había una especie de simpatía manifiesta durante las clases, porque ella percibía mi atención esmerada, mi esfuerzo por tomar nota de todo y tener las tareas al día. Pero aquella relación fluida moría en las instancias de evaluación. No la culpo por detestar mi parsimonia en los exámenes. Recuerdo que entregaba las pruebas con las hojas un poco húmedas por el sudor de las manos y levemente borroneadas. Solo en esa materia, ok, también en Física y en Química, me abandonaba a la desprolijidad. Era de las últimas en transitar el corredor de la muerte, encorvada y temerosa, tragándome agua de moco y angustia. Algunas veces tenía la total certeza de que m había ido como el traste; otras, gimoteaba mirando al cielo como esperando el milagro del diosito al que tantas veces me hacían rezarle las monjas de azul sotana.

Mientras asimilaba el trauma mercantil, iba descubriendo que el arte de las Letras me calzaba mucho mejor, aunque la profesora de Literatura tenía una voz débil y monocorde, por eso no lograba captar la atención de su audiencia y menos seducirla a adentrarse en los mundos borgianos. De algún modo, esa falta de carisma mezclada con mi fascinación por las historias de las cuales poco recuerdo (tengo muy mala memoria) me llevaron a contar las mías. Y no puedo precisar el momento, pero dejé de hacer dibujitos en mis cuadernos y empecé a escribir fragmentos de mi adolescencia. Los diarios íntimos nunca me gustaron. Me parecían incómodos para escribir por su encuadernación y absurdos por la facilidad con la que podían violentarse sus candados. Recuerdo un cuaderno de tapa negra de pvc, con un corazón calado en el frente, de hojas blancas y de colores flúor. En él dejé que las palabras corrieran con libertad y contaran mi paso por la secundaria, como los ensayos para las misas tocando el bombo legüero, cantando en cuanta misión religiosa nos llevaran las monjas. Cualquier ocasión era propicia para pronuniciar a todo trapo el cancionero chupacirio o los hits de la Sole si lográbamos negociar un update del repertorio. Bendeciré al Señor en todo tiempo mientras viajo por las nubes voy llevando mi canción. Era feliz en esos espacios, me olvidaba de mi pelo marañoso, mis cachetes sobresalientes, mis anteojos de John Lennon. Lo daba todo a la hora de cantar, como había visto tantas veces a mi abuela Elsa.
Ella merece un párrafo aparte, la más mujer más hermosa de mi familia. Una artista anónima, que cantaba como un ángel soprano, pintaba hasta en las servilletas de papel poroso y dejaba su estela por donde fuera. Era una diosa encarnada en un ama de casa que se emperifollaba hasta para ir a la carnicería. No había quien no la recordara por su sola presencia, aunque no dijera ni una palabra. Su voz contundente envuelta en esa piel de porcelana blanca hacían de ella una mujer exquisita.
Volviendo a mi diario no tan íntimo, aquel cuaderno de portada especial, fue, entre otras cosas, pegoteado con pedacitos de guirnalda que guardaba de algún asalto en el que había bailado con el chico que me gustaba, quien con más cortesía que placer, me regalaba un tema de Ricky Martin. No fue una etapa fácil, pues la comunicación no se me daba naturalmente. No se me daba en lo más mínimo. Además, no me sentía muy cómoda con mi aspecto general: era flaca, tenía las piernas largas y una cara mofletuda que más allá de no encajar con el resto de mi percha, era constante punto de bullying de varones sabían cómo derribar mi autoestima en segundos. Desde ese entonces, me fui sumergiendo en mis hojas de alto gramaje, en las Rivadavia rayadas que abultaban mis carpetas, tomando el coraje para narrar lo que no me animaba a expresar. Y aunque muchos de aquellos anotadores, libretitas y cuadernos ya no están entre nosotros, de aquellos papelitos renací como Amelia: una voz que vino a contar historias con humor, acidez y dramatismo.

No vales un cuerpo, vales un texto.

Casar

Será el escepticismo de lo vivido, un cuaderno de desilusiones o el devenir de una madurez cítrica, pero cada vez me resulta menos atractivo el sacramento matrimonial. No voy a criticar a los cientos de historias de muchachitas llevadas al altar por príncipes corpulentos y bien intencionados, no. Ya desmitificamos esas ideas patriarcales de linditas cuyo único propósito en la vida era ser rescatadas de las brujas deseosas de belleza y juventud eterna, con nuevos relatos y luchas feministas de tode tipe. Claro que cuando Walt escribió aquellos cuentos de amor en los años cincuenta, masificados por los VHS, las brujitas ignoraban el mundo de la cirugía plástica. De todos modos, era mucho más divertida la alquimia y la persecución permanente que despilfarrar dólares en plásticos, hilos metálicos e inyecciones de sustancias oleosas. Por suerte, Disney vio venir el bardo feminazi y encaró nuevas historias desde la óptica de las villanas.
Estas criaturas, mal catalogadas como envidiosas, eran unas verdaderas emprendedoras, artífices de planes maquiavélicos sin igual. Mujeres con mini pymes que empleaban a unos cuantos malandras buenos para nada. Claro que no habían nacido malitas, no. Maléfica, por ejemplo, tuvo un noviecito que piró por la ambición y la dejó, sumado a que vino un rey hijo de mil a cagarle las tierras. Male, recontra potra y empoderadísima, lo venció con su ejército, ¿y qué hizo el machirulazo? Ofreció a su hija en matrimonio al tipo que asesinara a la pobre y potranca de Male. Quilombo y más quilombo con efectos Disney reloaded. Detenida en el semáforo de Directorio y Carabobo, con las manos abrazando el volante de mi Golfito azul, lo vi tan claro a través de mis cristales gruesos un poco toqueteados. El futuro padre de mis hijes. Un hombre de estatura media, robusto, de manos grandes y callosas, me cargaba en su espalda, dando pasos lentos y firmes, camino al altar de acero desinfectado.
Él, de blanco percudido, con algunas manchas oxidadas, botas negras y cofia traslúcida, tarareaba nuestra canción. Yo, bien mudita, de rojo y rosado rubicundo, alardeaba mis capas de grasita brillosa y suculenta. Hernias, sacrificio y rock and roll.

35 años de amor

Me levanté pensando en todo el amor que recibí el día de mi cumple. Llegó en múltiples formatos, a través de diversos canales y gestos. Amor de las personas de siempre, inquebrantable, y hoy, re-significado, lo tomo, lo guardo, lo atesoro. Amor nuevo de personas que la vida puso en este paso por el mundo para enseñarme que los caminos son infinitos, que las recetas funcionan para el Cuchi, que nada está garantizado porque somos responsables pero no dueños de nuestra existencia. ¿Recibo más de lo que merezco? No lo sé. Este año me trae a este espacio de gratitud y de una percepción más tangible. Siempre fui una defensora del amor, lo anduve buscando, sí, pero tuve que conocer su contra-cara para abordarlo fuera de las teorías, las frases hechas y los modelos aprehendidos. Me siento desbordada, enérgica, en un estado de paz del que no quiero salir, disfrutando de una caricia que quiero perpetuar como la primavera. Porque el amor es una fuerza que atraviesa el alma y la llena de calor de hogar, de aromas, de abrazos, de manos, de carcajadas, de música, de vida. Todo se eleva, se expande, se ilumina. El amor viene de lo genuino, como los ojos achinados de las chicas por encima de los barbijos cuando nos reencontramos la noche del 05/09, como la complicidad idiomática que desarrollamos con Carbonita, como la mano que me da Marian con el delivery los viernes a la noche: ¿lo lleva ella o me lo llevo yo?, como las visitas de mi Natila y su cachorra Chimuela emocionada y meona, como los colores de las astromelias que veo cuando llego a casa, como el saludo de mi ahijado a las 4 am, como el canto de cumpleaños de mis sobrinos y mi cuñada, como los mensajitos de Mamá y el casi abrazo de Papá, como las conversaciones eternas con mis amigas del taller, como perderse en un libro hasta altas horas de la noche, como abrir los ojos cada mañana y sentir cada parte del cuerpo, como el cielo gris que enaltece al sol cuando reaparece tras ausentarse unos cuantos días. El amor viene de esas tantitas cosas que solo puedo decir gracias a la vida.

Asiento de citas

Tenemos un grupo de WhatsApp con mis amigas del taller de Literatura. Hablamos de la vida, del trabajo, de nuestras realidades en la Argentina y fuera de ella. De las que quedamos, de las que se fueron, de las que se irán. De los hijos, de cómo crecen y se vuelven difíciles y lejanos. De los hombres, de los compañeros de vida, de los chongos.
Qué paja las primeras citas.
Dejen de perder el tiempo en Apps.
Nos llevamos bien, nos matamos a veces pero lo normal de estar juntos todo el día y solos.
Cada una con su realidad. Soy la menor del grupo, y por eso, las chicas creen que conservo cierta ilusión que prefieren no neutralizar. No se equivocan, a pesar de mis cientos de primeras citas, de algún modo inexplicable, conservo un saldito de fantasía. ¿Demasiadas citas, te parece? No me enorgullezco ni me ruborizo. Debo ser una idealista del amor, una romántica empedernida o una jodida implacable que todavía no encontró la horma de su zapato. Claro, ancho 40 y medio y largo 41, no cualquiera maneja el calzado a medida. Como buena hija de emprendedor, no me rindo y no niego que mis relatos estén más cerca de un asiento contable que de historias amorosas exitosas.

Sigo apostando de un modo calculado. Era hora de que calcularas un poco, Amelita. Tan soñadora, dramática, manipuladora, enojona, caprichosa, novelera. Tan de ir con tu corazoncito lábil, casi fuera de tu cuerpo, como una ofrenda para regalar a cualquier gil que te presta un poco de atención. Puede ser que tenga alguna expectativa, no lo niego. Pero si no, ¿para qué activo toda esta maquinaria infernal? Esa cuestión livianita y desinteresada que nos propone la virtualidad nos ha vuelto unos soretes, y con este enunciado me disculpo de haber sido una mierda con algún chongo. Y con chongo, me refiero a aquel con el que hubo más que palabras bonitas, emojis y boludinas, hubo encuentro en el mundo físico. Como si el tiempo no valiera de nada, como si aquella persona con la que compartiste algo no fuese más que una foto de un desconocido ¿Qué pasó? Nos estamos deshumanizando. Y es loco, porque la ecología se quema las pestañas promoviendo campañas alentadoras del consumo inteligente, de reducción de basura, y toda una perorata no menor. Y muchos compramos ese speech, queremos ser ecológicos, considerados con el medio ambiente, pero no podemos comportarnos como humanos con otros humanos. Porque todo dura lo que una historia en Insta. Todo debe ser chill, que fluya bebé. Y nada menos fluido que coger con un extraño del que tenés un par de chats, algunos llamados y una grilla de fotos especialmente elegida para encantar.
Tanto hedonismo me desconecta de lo que verdaderamente importa. Debe ser que estoy demasiado enfocada en los chongos. Basta de decir chongo. Empecemos por ahí. Tengo que dejar de mirarme el agujero que tengo en la panza, abandonar mi frasco, levantar la vista para ver que Elena se ríe como una loca, que ya come banana, batata y pescado al vapor, aunque la palta sola no le cabe tanto. Tengo que reservar la parrilla para que Flor y Pepe hagan el asado dominguero tantas veces prometido. Tengo que salirme de los quilombos diarios del restaurante y encauzarme en mi proyecto de comunicadora. Tantos tengo, tengo.

En fin, sigo apostando a lo que sea que pueda proveerme este mundo de hoy. Como la sabiduría que plasmo en estos 7 consejos que nadie me pidió para desenvolverte en las Apps de citas:

  1. Evitar la palabra cita al acordar un potencial encuentro con un sujete. Aflojemos con la pelotudés del inclusive, que el tema no va por ahí. Cita es un término demodé y genera cierta actitud de cuarentena estricta.
  2. Elegir un lugar neutral.  A lo de ni en tu casa, ni en la mía ni en un telúrico te agrego: elegir un lugar que no conozcas, o al que tengas ganas de ir a pasear, a comer, a beber, a rollear, whatever. Una experiencia más craneada te permite amortizar cualquier situación incómoda, a saber: falta de diálogo, conexión, química o sentido del humor. Si tenés que subtitular, ahí no es.
  3. Tener claro que química mata ilusión. El biri biri se puede ir alegremente a la mierda con solo rozarle los labios y no sentir el chispazo. It´s a kind of magic. En serio, se va todo al carajo sin chemistry. Cuando explicaban física y química, yo le daba al bombo leguero en la clase de música. ¿Se ve que no prestaba atención? O escribía pelotudeces en las hojas Rivadavia: hoy lo vi a Fulanito y bailamos un lento de Ricky Martin. Corazoncito, sticker, sticker posta, de felpa; pedazo de guirnalda de un asalto pegado con cinta scotch del lado de atrás. Porque ante todo, prolijita.
  4. Usar el predictivo. Una palabra impertinente puede dar pie a una conversación hilarante. No hay torso, billete, título u oficio que supla al uso correcto de la Lenguay del ingenio.
  5. Manejar expectativa cero. Ilusión cero. Alcohol cero. Pará. Porque nada puede garantizar una experiencia feliz, no importa la fuente de la que proceda el candidato, si su currículum fue referido por alguien de suma confianza, o fue reclutado personalmente. En tiempos modernos, de poco sirve haber intercambiado tu visión del mundo o unos cuantos fluidos.
  6. Reconocer cuando el otro está en un channel diferente, bebé. Sí, queride, toma tus cartas, tus cosas y nunca te arrepientas, dame la mano, un beso y pega la vuelta. En serio, jugá limpio. Si no te gusta que te ghosteen, no ghostees. No te dejes fantasmear por ningún sujete que convulsione con emojis o le huya al feedback.
  7. Marikondear la chongoteca. El orden y limpieza trae alegría. Reciclar hace bien. Si ya no te hace feliz, afuera.
    Que lo único que te deje recalculando sea la gallega del Waze.

Intensa Mente

Febrero. Me dejo ser. Siento el aire liviano. Quiero pintar todo de rojo. Tengo que hacer más acciones con bodegas. Se casa mi mejor amiga en unos días. Desarmo sillas, las retapizo. Sueño que soy una restauradora: de panzas, de muebles, de cachivaches. Escribo en momentos de desvelo. Diseño las piezas de comunicación del día de los enamorados para el Cuchi y el salón. Escucho playlists de canciones románticas, y le doy repeat a los temas que me desgarran. Me gusta sentir el ardor de las lágrimas corriendo por mis mejillas. No es difícil que una letra me conmueva. Soy más romántica que un posible dúo de Mon Laferte y Ed Sheeran (si el Arjona sajón grabó con Paulito Londra, todo es un posible featuring) y otras cuantas melodías caldeadas de cursilerías. Corazones, flechas, dagas, ¿dragones? Rojo, mucho. Un montón. Los detractores dirán que el 14 de febrero o el mes del amor, es una acción de marketing para vender más chocolates, para fajarte con las flores, las escapadas y las cenas especiales. Los partidarios diremos que se trata de aprovechar el ambiente cachondo para fomentar el encuentro, el reencuentro, el diálogo, el sexo, la intimidad, el sexo, sí, dos veces, tres, cuatro… Está faltando mucha comunicación y no lo digo para que me contraten aunque mal no me vendrían unas changas. Involucrarse es de goma, tolerar es de boludo y profundizar, ¿qué es eso? Aunque navegar historias ajenas es mucho más patético que lo anterior. Si tenés a tu persona favorita al lado, soltá lo que estés haciendo, dejá de mirar las pelotudeces que te querés comprar. La oferta seguirá mañana, porque nadie vende un carajo, sin Macri, con Alberte, Cristine, whatever. Decile cuanto la querés, del modo que te salga. No repitas gestos, pensate algo nuevo. Y hacéselo saber, aunque el gesto y la notificación te parezcan redundantes. No siempre menos es más. Me acuerdo de vos, mi amor. Permitite un poco de cursilería. Bailate un lento en el living, sí, que vuelvan los lentos. Esa sí fue una buena campaña, la publicidad argentina tiene cosas grandiosas. CAE, agradecido. Me fui de tema. Mi deseo en este febrero es para un presente continuo: amémonos más, no para la foto, el video o la gilada que nos mira por IG. Conectémonos más con lo humano, con el momento, con las sensaciones, con los sentimientos. Este mensaje va para mi Amelia que es bastante propensa a papar moscas y comunicar cualquier nimiedad que pasa por su intensa mente. Esto también le cabe al que esté solo, chongueando, pescando. Aflojale a los emojis, mostre. Salí a tomar un café, una birra, una copa de vino. Solo, con un amigo, una amiga, un match, con quien sea. Sí, incluso el 14 de febrero. No paniquees. Los camareros no tienen ni puta idea de tu estado civil. Una cita en Valentines no significan mariachis o promesas de amor. O tal vez sí, pero quién sabe.

Requechos

Esta web que no tiene un fin, representa mi modo de vivir la vida, la forma en que el mundo me atraviesa, me conmueve, me estimula. Voy profundo, calo hondo, rompo la superficie para dejarme sorprender. Soy requechos de las cosas que junto por ahí, de las que algunos ensalzan, de las que otros descartan. Mis sentidos están alertas para levantar información incluso a la vuelta de mi casa, por la misma vereda que transito cientos de veces. Incluso el excremento que dejó de regalo el perro del vecino en el árbol del local, me moviliza y me lleva a pensar que el sorete solo es producto una descarga animal y no es culpable de su asquerosa condición, a diferencia del verdadero responsable, el vecino que se regocija de placer al verme agachada juntando la mierda de su mascota. Un día, voy a levantar el bodoque de mierda, y si no es ese, uno que sea lo suficientemente grande y con valor y altura, que tengo y mucha, voy a embadurnarle los dos parabrisas de su auto negro brillante recién encerado, con el que se pasea a ventanilla baja haciéndose el banana.

Melón

Víspera de Nochebuena. Estoy sentada en la mesa 1, que está armada para 6 personas. La ocupé porque está cerca de un toma y necesito cargar mi computadora. A mi derecha, están mi padre y sus amigos de San Lorenzo. Discuten de política, macristas contra kichneristas y a la inversa. Me entretienen el oído mientras escribo estas líneas. Siento cierta nostalgia por los pedacitos de vida que van quedando atrás, sobre los que vuelvo con la mente y el corazón y no para hacer un balance, porque es algo que escapa de mis habilidades y tampoco me interesa, sino para agradecer. Las circunstancias socio económicas no fueron las mejores, de hecho, no lo son desde que tengo uso de razón (no me juzguen si me llegó tarde). Bla, bla bla. En la Argentina, vivimos sorteando obstáculos producto de muchos factores, pero el más fuerte, la soberbia humana. La vida del emprendedor involucra estar un paso adelante, y me remito a mi ejemplo primario, mi viejo. Después, la vida, mi experiencia en El Cuchi, el día a día. Si te dormís, sos cartera, zapato y billetera. Si delirás, vas directamente a un fondo de comercio. Si la tenés atada, y esto refiere a la vaca, con perdón de los veganes que lean este texto, armás un plan de negocios con un proyectito que prometa una rentabilidad contundente al cabo de un año, y seguro te caen inversores de punta. Solo hay que encontrar el nicho y el gil que ponga la tarasca. Una boludés. Pero never give up, bro. Meloneá, meloneá, meloneá, porque está en temporada, rico, dulce, solo o con Crudo. Pero atenti con el verdulero que te lo huele en la cara y después, sabe a trapo mojado. Por eso, mi consejito: no manoseen a la vista del comerciante, cuando se da vuelta a pesar el primer insumo, acérquense al cajón que más les guste, sientan la firmeza de la fruta, la tersura de su piel, háganla suya y mándense directamente a la balanza con los tres duraznos en plan te ayudo así atendés al que sigue, sonrisita, guiño o manito en la espalda. ¿Te das cuenta? Eso es tener la economía en el balero. No vuelven más, no, mentira. No te cagan más, seguro.