El núcleo

Una tarde de otoño con ínfulas de verano, le dije a mi madre: no dejes que me quede sola. Como si ella fuera responsable de mi destino. En ese infantil, suplicante y lastimero pedido, dejé expuesto mi augurio de un futuro en soledad. Mi verdad sin eufemismos. Mi despojo de todo adorno literario. Nunca sabré cómo contar esto, pero en mi espacio rige mi libre albedrío.

Quizás sea la pausa que trajo la pandemia, que vino a oponerse a un tiempo despiadado que avanza incólume. No hay niña interior que pueda hacer frente a la inexorable realidad. No son las formas asentadas de una anatomía madura, las cerdas blanquecinas o los pliegues que devienen en facciones pronunciadas. Un día te levantás, te disponés a prepararte un café, y aprovechás esos segundos para sentarte en la computadora y abrir una pestaña en Google: tipeás congelamiento de óvulos. Mi deformación publicitaria rotula: Maternidad envasada: conservar en un lugar fresco y seco – a menos 196 °C. Ese concentrado resulta tentador, por momentos. Si vos querés ser madre soltera, yo te apoyo. Escuchar esa frase de mi madre es uno de los grandes logros de mi vida. Lo tomo personal, porque en algo me adjudico el mérito y es en el diálogo franco. Esa misma mujer que durante mi adolescencia tardía, entraba a mi cuarto, y se me acercaba apenas para ver si había tomado alcohol. Con esa misma señora, podemos hacer imitaciones durante nuestras videollamadas, advertirnos del esto ya me lo contaste y cuestionarnos en qué lugar estamos las mujeres hoy. Ya no me callo nada, me dijo en la última conversación que tuvimos. Me alegro de que así sea, viejita. Porque yo tampoco. 

En esta anécdota que termina cuando mi arbitrariedad lo dispone, dejo correr al vendaval de sensaciones que no puedo sintetizar. Mi vaticinio de un balcón atestado de plantas. El living impoluto ante la ausencia de mascotas adoptadas. La fertilidad criopreservada. ¿En qué instante empecé a sentir que algunas opciones se alejaban de mi radar? ¿Alguna vez estuvieron? ¿Cuándo fue que desperté y tenía 35 años? No dejes que me quede sola, mamá. 

Quizás sea la edad, la sensación de que el tiempo se escurre y la pandemia. La urgencia de abrazar con el cuerpo y con el alma. Como si ver o escuchar apenas alcanzara para sentir la cercanía de los seres que me hacen bien. La necesidad de atravesar la dermis para llegar a ese núcleo cálido y confortable. Y aflojarse, dejarse caer, estirarse para luego encogerse como bicho bolita, dejarse arropar por el sonido de una voz suave: descansá un rato, todo va a estar bien.