Lucía

Me bajo del auto como cualquier otra noche en la que vuelvo de entregar pedidos. En diagonal a mí, un chico delgado y de rulos, espera en la esquina de Achaval y José Bonifacio. Me pregunto a quién, como si fuera algo de mi incumbencia o más bien, un instante que me saca del aburrimiento. Miro alrededor y veo un auto gris deteniendo su marcha. Se abre la puerta izquierda trasera y baja ella, con su cabello rubio, largo y lacio. Lleva campera de jean y un short que deja al descubierto su juventud. Él la toma de la cintura, le corre el barbijo y se besan. Vuelvo a mi trabajo con ese cuadro en mi cabeza. Con la sensación de electricidad vuelta calor que te recorre el cuerpo al besarte con esa persona que te eleva de la superficie y con quien no importa si te tropezás con la primera baldosa floja al salir de esa explosión de confeti. Camino hacia el Cuchi. Supongo que ellos habrán ido en dirección contraria. Entro al restaurante, me pongo alcohol del pulverizador, hago un paneo general. Me dirijo a la caja, chequeo los pedidos y los tiempos de las comandas del salón. Paso por las mesas buscando aprobación. Todos los clientes están satisfechos y eso me relaja. Me siento a la barra, me sirvo una copa de Cabernet, saco mi cuaderno de tapa naranja y una birome violeta. Está húmedo y ondulado, y al abrirlo descubro que las hojas están parcialmente borroneadas pero legibles. El fucking alcohol tuvo intensiones de borrar mis últimos registros, pero fracasó. Mientras escribo algunas frases disparadoras, miro hacia la puerta. La parejita de la esquina estaba entrando a comer. Su frescura inundó el lugar. Los recibí, les pregunté los nombres, números de DNI y de celular y les tomé la fiebre: Lucía y Mateo. No tenían más de 20 años. Se sentaron en una mesa de dos. Ella pidió los ñoquis gratinados a la crema de espinacas y él, a la bolognesa de roast beef. Al quitarse los barbijos, completé las figuras bellas y radiantes que suponía. Se miraban como queriendo atravesarse. En realidad, yo solo veía la mirada de Lucía, porque Mateo estaba de espaldas. Mesa mediante, no hay como el brillo que destilan esos círculos profundos para expresar el lenguaje que las palabras no pueden. Mesa mediante, no hay como las manos que se buscan esquivando la vajilla, como en un juego de obstáculos. Con Lucía y Mateo, volví a esa esquina. A esa tarde de verano, a diciembre post Navidad, al relato de tus sueños, al primer beso, al paseo por las calles intervenidas de arte. Al arte de tu espalda, a los delirios, a las canciones oportunas, al aceite de menta y al macchiato de la mañana.

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