El (des)amor de Santiago

Pienso en Santiago y en el fracaso de la empresa del amor. Pienso que el amor y el corazón participan de una sociedad del mal. El amor es el cerebro discursivo y el corazón, el comerciante que te convoca, te seduce y te convence  con alitas en el estómago y una musiquita que tarareás involuntariamente durante días, meses, tal vez años. Pero con el tiempo, esas cosquillas se vuelven retorcijones, y la cancioncita, un zumbido insoportable. El corazón aprovecha tu displicencia, tu debilidad y tu falta de juicio. Te deja en pelotas, desamparado y triste como el perro de mi vecino que aúlla golpeándose contra la puerta de entrada, receptora de su soledad autodestructiva. Los efectos colaterales del amor.¿Qué es el amor? ¿Fue lo que viví con Santiago? Aunque el final de la historia era cantado, lo di vuelta una y otra vez para encontrarle los agujeros y repararlos, con la ilusión de elegir mi propia aventura y de sabernos en un presente juntos, atravesando obstáculos, pero escribiendo ¿nuestra historia?

Amelia, dejalo ir. Santiago nunca dejó de mirarte como a una nena de 25 años proveedora de buenos momentos. La noche que nos vimos por primera vez, yo estaba con mi amiga de la primaria, la flaca, la que objeta el entramado de mis novelas, la que me alerta cuando estoy por entrar en la espiral del sufrimiento y me banca en el derrape emocional. Mientras bailábamos y tomábamos cerveza, se nos acerca un sujeto de unos treinta y pico de años. Llevaba un saco de corderoy marrón que parecía heredado de un abuelo de percha grande. Una mirada de la flaca bastó para informar que le parecía un pelotudo sin gracia. Nos contó que estaba con amigos celebrando la despedida de soltero de uno de ellos que se iba a convivir con la novia, sí, a convivir, no se casaba. Y aunque pasara holgadamente las tres décadas, más bien parecía que iba directo a Mataderos a ser despostado. Para el profesor de blazer marrón y sus discípulos acobardados, convivencia, casamiento y castración resultaban sinónimos. En esta historieta, la flaca y yo veníamos a ser una suerte de heroínas aniquiladoras del aburrimiento, distractoras de sentencia del melenudo a sacrificar. Teníamos que bailar un poco y entretener al condenado en su peregrinar a la crucifixión. Unos metros alejado de la escena bíblica, estaba Santiago. Me pareció que era el hombre más lindo que jamás había visto.Tenía pelo oscuro, medio despeinado y con algunas vetas blancas. Piel morena, ojos marrón intenso y nariz perfecta. Altura media y contextura delgada. Llevaba puesto un abrigo verde militar, un jean roto y zapatillas Converse. No pude sacarle la vista de encima hasta que empezamos a hablar. Me contó que trabajaba en ventas en una editorial, que acababa de volver de viaje y que tocaba en una banda. En ese momento, yo trabajaba en una multinacional, estaba muy cerca de recibirme de Licenciada en Comunicación y la música también formaba parte de mi vida. Había cierto magnetismo en el aire, pero al percibir su timidez, tomé la iniciativa y lo saqué a bailar. Y comprobé que su habilidad rítmica debía estar en sus manos, o en sus oídos. Entre cervezas y pisotones, nos besamos y la química fue tan evidente como su arritmia. Mientras tanto, la flaca estaba a punto de ser santificada por remarla sola con el discipulado. Yo la miraba con la boca diciéndole ya voy y los pies, bancame un ratito más. Cuando salí de mi enajenación adolescente y le dije a Santiago que tenía que irme, él sugirió que nos fuéramos juntos. Respondí que no podía porque tenía que llevar a la flaca a su casa. Una excusa berreta para hacerme la difícil y volver a verlo. Nunca me pidió mi número de teléfono y, a cambio, me dio su mail laboral, hecho sentó un precedente en el historial de los tipos de mi vida. Lo anoté emocionada, sin saber que pertenecería a la saga de los piratas de la que pronto me volvería lectora recurrente.

No aguanté más de un día y medio y le escribí un mail con un tono canchero, relajado, como de quien curte el palo del rock, o al menos eso creí. Cero rollo, cero mambo, cero historia, 000. Seguimos en contacto por Messenger. Mi pequeña porción pensante del cerebro percibía su evasiva al hecho de vernos de nuevo. Pero Santiago ponía excusas bastante convincentes o yo era lo suficientemente negada como para tragármelas todas, como la primera, la del celular roto. Hasta que no pudo esquivar más el bulto y después de mucho vaivén virtual, lo dijo.

  • No es que no quiera verte, pero…tengo novia.
  • ¿Vos me estás jodiendo, no? ¿Y por qué chapamos, entonces?
  • No sé, me dejé llevar, conectamos re bien y no creí que fueras a escribirme después de esa noche.

Lo puteé con toda la fuerza de la virtualidad y la espuma saliendo de la boca, brotando del teclado en un frenesí de frases inconexas. Amelia, tenés dos opciones: dejarlo como una casualidad de besos aislados o meterte de lleno en el barro furtivo. Y elegí gastar pólvora en chimangos, porque mientras más me convencía de estar haciendo lo incorrecto, más quería hacerlo. ¿En qué estaba pensando? Me atraganté con mis códigos y mi dignidad. Me limpié el culo con los valores, la moral, la monogamia y la elección del buen partido. A la mierda las fotos familiares, las monjas chupacirios y los enlatados de Disney.

Santiago me apodó Campanita, Campis, y fui por mucho tiempo, su rato de magia para paliar la monotonía rutinaria. Con él, practicaba una suerte de discurso en el que podía prescindir de los hombres, mientras intentaba hurgar hasta el fondo, entender por qué Santiago no sentía culpa y saber si pensaba en mí como algo más que un neutralizador del aburrimiento monogámico. En mis pensamientos, se filtraba un final trillado de comedia romántica en la que todo se resuelve por obra del destino. Santiago me parecía un infeliz, un egoísta, un sorete, pero no podía evitar quererlo, y a medida que lo iba descamando y despinando, sus miserias salían a la luz. Empecé a apiadarme de su historia y a dejar de creerme mejor que él. Compartimos vino, música, sexo y culpa. Algunas veces, él venía a mi casa cuando mis viejos no estaban. Pero casi siempre, yo iba a la suya, cuando todavía no convivía con su novia. Pasábamos un par de horas y nos despedíamos a eso de las dos o tres de la mañana, pero nunca dormíamos juntos. No éramos grandes amantes, no había grandes despliegues, supongo que por ese alguien perjudicado, ese fantasma que inhibía un polvo intenso, un abrazo o cualquier otro gesto de cariño. El hecho de que no esperara de mí un gran desempeño en la cama, me tranquilizaba. Nuestra dinámica consistía en no recriminarnos nada. Los meses pasaban y ese principio de comodidad, se transformó en deseos sin expresar y en desilusiones que empecé a escribir en un cuaderno. La idea de que Santiago ya tenía su proveedora de amor, fue cobrando peso y arraigándose en mi cabeza cada vez que pensaba en él. Acepté las reglas del juego y desestimando mis chances de alterarlas, iba y venía, saliendo con uno y con otro, tratando de olvidarlo, pero ahí estaba él, ineludible como mi marca de varicela en la mejilla izquierda. Aunque intentara cubrirlo, aunque me enojara conmigo por aceptar esos ratos juntos, una parte de él ejercía una tracción inevitable. Y no eran sus palabras, sus silencios, sus ausencias, su música o su sexo. Era él y su imposibilidad de ser para mí, era él y su elección, era él y su rechazo. Para mí, enamorarme era querer lo que no era para mí. Hasta que un día, él suspendió el juego. Me dijo que sentía cosas fuertes por mí. ¿Por qué no te quedas a dormir? ¿Por qué no podemos disfrutar un poco más? Cuando lo dijo, seguía con ella. Esa salvedad en el juego, respondía al último recurso que no puedo titular de otra forma que manotazo de ahogado.

Sí, flaca, tenés razón, estoy revolviendo la basura, comiendo migajas. Debería haber abandonado la misión cuando me dijo que tenía novia. Pero no dejé de buscarlo, me fui encallando en su cama, en su cabeza, en su vida, o tal vez él se enraizó en mi cama, en mi cabeza, en mi vida.  Cómo yo, que siempre había soñado con enamorarme, con un querer recíproco, estaba en el ensayo de una obra tan obvia, viéndome a escondidas con un tipo que las había hecho todas y que era incapaz de amarme. Santiago se había casado muy chico con una mujer que intuyo, fue el gran y único amor de su vida, con la que tuvo un hijo del cual hablaba muy poco conmigo; se había divorciado y opinaba del amor de un modo pesimista. Había curtido el palo del rock hasta conocer a la que era su novia cuando nos conocimos, que por lo poco que supe, era una chica bien. Los dos nos creímos el cuento no oficial en el que yo era su Campanita, y él, mi Pinocho. Porque era un mentiroso que me usaba matar su ostracismo y al que yo usaba para sentirme, no sé, viva. Yo era un fraude en el reino de las hadas, por farsante y rompe hogares. Nos veíamos un día a la semana. Escuchábamos música, tomábamos vino, picábamos algo, escuchábamos música, él tocaba la guitarra o el piano, nos besábamos. Yo le inventaba besos, se los actuaba, hacía chistes, dejaba que él de a poco se fuera abriendo, pero no hacía preguntas. Y me ponía seria si me preguntaba algo de mi vida aunque me daba la sensación de que nunca me escuchaba. No había espacio para el drama, porque éramos como amigos. No, amigos no, conocidos. No, conocidos no, amantes. Amantes me parecía un término de novela, de historias de grandes, historias complicadas, rebuscadas, incongruentes. Amantes, éramos amannnntes. Con esa n de novia que no iba a ser, n de no, n de nunca. Una relación de amantes era lo que teníamos. La primera vez que cogimos no fue una experiencia inolvidable. Con el correr de los encuentros, de vez en cuando, intentaba ahondar en mis placeres pero yo no sabía que contestar, algo que hoy atribuyo a mi falta de experiencia. Los días posteriores sucedían con un par de mensajes de cortesía hasta la próxima visita. A él le bastaba una noche y yo me convencía de que esa frecuencia era conveniente. Cuando quería molestarlo, le contaba que salía con otros tipos, que él no era el único, ni yo su hada, y que ese vínculo que manteníamos tenía fecha de caducidad. Pero Santiago no creía en mis amagues de terminar y la verdad es que yo tampoco. Porque siempre volvía a él, aunque pasaran semanas sin vernos. Cuando  me escribía las dos palabras mágicas quiero verte, yo me encendía por él y cancelaba mis planes. Y esas noches en que el ritual se repetía, fui despegándome de la idea de que Santiago era el tipo más frío, egoísta y banal que había conocido. El infeliz, el inseguro, el sorete eterno.

¿Pero, Santiago, no te da culpa estar acá conmigo? ¿Y vos, Amelia, no pensás en que yo tengo una historia con otra mina y vos estás en el medio? Ese diálogo no existió, al menos no con esas palabras. Y así yo pasaba de víctima a victimaria, siendo la hija de la mierda que cagaba la relación de Santiago con ella. Era la criminal disfrazada de hada trola que venía a rescatarlo de la monotonía infernal, a enamorarlo con un polvo mágico capaz de recuperar al tipo más triste y escéptico del mundo. Qué ingenua, la gente no cambia, no cambia si no quiere, se estanca si quiere. Me fui amigando con la palabra amantes, porque yo no era mejor persona que él, y porque La Culpa, el cuarto personaje que emergía de nuestra cama cada vez que cogíamos, no era tan fuerte como para destruirlo todo. Yo me enfrentaba con La Culpa, sin poder derrotarla. Tenía la esperanza de que su papel fuera secundario al punto de ir perdiendo protagonismo en la historia y desaparecer el día en que Santiago fuera libre. Porque quería que dejara a su novia, pero no dejaba de pensar que cuando yo ocupara ese lugar, una nueva Campanita irrumpiría en su vida para salvarlo de mí.

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