El hombre, ese extraño ser

Mi primer contacto con el mundo masculino, fue a través de la actuación,  disciplina que debo agradecer al colegio de monjas solo para minitas. No puedo culpar a madre por dirigir mi intensidad a la doble escolaridad, luego de haber intentado, con poco éxito, que mis hermanos fueran bilingües llevándolos a cuanto instituto de inglés le fuera recomendado. Admito que me acostumbré rápidamente a pasar la mayor parte del día en el colegio, pudiendo canalizar mi energía en diferentes actividades. De lo que sí puedo culparla es de haber elegido un colegio de monjas solo para minitas, que me convocaba una y otra vez a la interpretación artística de roles masculinos por la condición irrevocable de pertenecer a la casta de las lungas. Siempre, la última de la fila. Nunca, trenzas, polleras y labiales rojos. Corcho quemado para falso bigote, impolutos ponchos bordó, bastones prestados del abuelo, peluche comprado en Once para simular barbas tupidas, ensayo de voces gruesas.

Fuera de las cuestiones actorales, el panorama no era del todo alentador en cuestiones de vínculos.  Entablar una conversación con alguien del sexo opuesto me resultaba tan difícil como entender un polinomio. Voy a saltearme la etapa de los asaltos y los púberes que me llegaban a los montículos que muchos años después fueron pechos,  para relatar los inolvidables quince. Para la época en que empezaban las fiestas y las madres sacaban la artillería pesada, la líder de mi grupo de amigas, Daniela, era nuestro nexo con los chicos de un conocido colegio de sacerdotes del barrio de Once. Todos los viernes, ellos venían a vernos a la salida de Inglés o íbamos nosotras en la hora de almuerzo. Treinta minutos de bondi, 20 minutos de flirteo. Volvíamos a Inglés con la lengua afuera, sin haber almorzado, o masticando un sándwich en el camino.  Porque en el kiosco de la esquina del SanJo no se iba a comer, se iba a hacer face. Para integrarte mejor al grupo mixto, la clave era anotarse en pre-juve, un movimiento religioso del colegio de curas que organizaba campamentos, actividades y misas, además de difundir enseñanzas para ser buenos pendejos educados en la fe cristiana, aunque después alguno la pusiera sin forro y tuviera un pibe antes de terminar la secundaria. Así, ibas generando amistades para llegar a tu fiesta de quince con muchos amigos varones, o al menos, un número proporcional a la cantidad de chicas invitadas. Debido a mi conocimiento raquítico en relaciones públicas, un mes antes de mi fiesta soñada, no tuve mejor idea que repartir tarjetitas personales con la dirección del salón y la hora del evento. Le di uso al rosario que llevaba colgado, recé un Padre Nuestro y dos Ave María todas las noches, y le rogué a San Cayetano o no sé a qué otro cristiano para que al menos vinieran a mi fiesta por el pancho y la coca. A la mayoría los conocía de cara, había intercambiado palabras sueltas, o bailado lentos de Ricky Martin en algún asalto, pero lo que se dice amigos, no tenía ninguno. Yo permanecía en el anonimato, mientras mis amigas disfrutaban de la popularidad. En los primeros años de la secundaria, me dejaban bien unos cuantos bondis, pero entre que no sabía pararlos y que me pasaban de lago, mi fracaso fue rotundo. Mientras las chicas gatillaban, yo todavía estaba colocando la bala.

La metamorfosis

Es emocionante como después de leer un libro revelador, Amelia encuentra la forma de describir su metamorfosis.
En Amor o lo que sea, de Laura Freixas, Blanca se descubre como un cuerpo, a raíz de una relación clandestina con un escritor, que le da razón a su existencia en el mundo. Para ella, su mundo se reducía a su condición de amante.
En lo que respecta a Amelia, ella necesitó tocar fondo, ser nada, para emerger de su propia escoria y convertirse en la mujer que es. Porque eso es lo que sucede con las adicciones, que encarcelan al sujeto, lo hacen rehén de una sustancia que cree necesitar para vivir, reduciéndolo a la nada.

…El baño marrón oscuro, pegado al living de la casa de sus padres, fue el recipiente de su primer vómito. Esa tarde de octubre de 2007, ella estaba angustiada por un atado de razones que tenían que ver con sus exigencias y con la reciente noticia del cáncer de su padre. Con una determinación que no era habitual en ella, se metió en el baño y cerró la puerta. No recuerda si su madre estaba en la casa, y de estarlo, no lo hubiera notado nunca. Miró el inodoro color marrón clarito, se arrodilló con solemnidad, se sostuvo el pelo con la mano izquierda y se llevó el anular y el medio a la boca, practicó unas primeras arcadas que le recordaron cuando el otorrorrino le revisaba la garganta y sintió cómo se le iban humedeciendo los ojos a medida que llevaba los dedos más atrás, arrastrándolos por una lengua que reveló una textura desconocida. Podía tocarse el fondo mientras la saliva bailaba en su interior y su abdomen se contraía fuertemente, creando la presión que necesitaba para vomitar. Sintió el fuego del recorrido que hacían los contenidos estomacales que saldrían expulsados con una violencia que ya hubiera experimentado en otras situaciones de vómito. La diferencia era que ahora podría controlarlas. Ahora podría ser ella quien decidiera qué expulsar y qué no. Ahora ella tendría el control sobre toda la mierda que tragaba. Porque había justicia para condenar el exabrupto, y el vómito era la condena, pero también la redención, la eximición de la culpa por una adicción que pronto se volvería un callo crónico.
Ella quería dejar de hacerlo, quería dejar de vomitar porque sabía el daño físico que le provocaba, y no porque hubiera estudiado sus efectos a través de unas cuantas páginas en internet, aunque sí lo hubiera hecho, sino porque experimentaba el ardor en su propio cuerpo, la sequedad de su boca, la deshidratación, la rispidez de su garganta, y más aún, lo desmoralizante e inhumano que era sentirse presa de una adicción de la que no encontraba escapatoria. Porque en cada atracón ella dejaba de ser, una línea de ella se desdibujaba, se borraba con la misma furia con la que un niño borra una línea que acaba de dibujar, que deja un surco sobre el papel, porque a pesar de frotar muy fuerte sobre ella, la intensidad con la que apretó el lápiz no desaparece. La línea no era proporcional para la figura que él pretendía lograr, por eso sintió la necesidad de borrarla. La línea estaba bien, porque era lo que él podía lograr, con sus pocas clases de dibujo. Cada línea que él  trazaba con fuerza y luego borraba con ira, dejaba su recorrido plasmado en una marca indeleble, invisible a cierta distancia del papel, pero perceptible y profunda para quien se acercara a observar su dibujo…

Extracto de El Abrazo, por Amelita Dinamita.

La felicidad que resuena

El sábado pasado, una amiga de la infancia me comentó que me había leído. El lunes siguiente, mi entrenador físico – sí, he abandonado el sedentarismo hace rato – me dijo que empezó a leerme y hasta me hizo comentarios acerca de algunas entradas publicadas en este blog.
Estoy sumamente feliz con la repercusión de este espacio, valoro profundamente que haya personas que se tomen el trabajo de leerme. Mientras uno navega en internet, tiene la posibilidad de leer entre líneas, de compartir un titular, un chiste, de espiar la vida del vecino, o del amigo de un amigo, de sobrevolar las vidas de los otros. Pero detenerse a leer un párrafo que supera los cuatro renglones es un logro en esta era de la abundancia de frases hechas, chistes replicados y videos graciosos que rozan lo absurdo.
Esa resonancia virtual  es el motor por el que sigo escribiendo. Porque no nos engañemos. Decir que escribo por el mero hecho de hacer catarsis es una falacia del tamaño de un mamut.
Aquí les dejo un material que pretende ser el prefacio de mi libro.

Tímidamente es una forma amigable de decir que todo lo hago con poca seguridad, a medias, hasta ahí ¿Qué pasa? ¿Temor al fracaso? ¿Al éxito? No, cómo podría tenerle miedo al éxito ¿Apatía, tal vez? Hoy me siento más cómoda escribiendo que en cualquier otra actividad. Es por eso que decido hacer público este menjunje de relatos y anécdotas personales. Porque necesito un resultado, un producto, una meta, una zanahoria, un pepino. Soy la que toca muchos timbres, la que no profundiza, la que abre todas las ventanas y no cierra ninguna, la que está boyando sin rumbo. Pareciera que la catarsis literaria viene a ser esa respuesta al interrogante de mi misión en el mundo, o quizá no sea tan metafísico el asunto, pero al menos es una solución a corto plazo para paliar el inminente desquicio de una mujer de treinta años. El formato contenedor de estas revelaciones autobiográficas es aún desconocido.  Lo que se conoce es mi necesidad de que este material salga a la luz, para redimirme de los rumores autoalimentados de estar volviéndome loca, para alivianar la carga de los que me rodean y reciben los coletazos de mis declaraciones contundentes, para aceptar con dignidad mis propias limitaciones. Porque decidí mostrarte la torta entera, no la porción que sale para la foto, alta, esponjosa, y apetecible. Quiero que veas la parte apelmazada, hundida, desgraciada.
No temáis. Solo soy una joven dando rienda suelta a mis pensamientos, sin filtros, espontánea y genuina. No importa si son claros u oscuros, coherentes o insensatos ¿Acaso vos no tenés contradicciones, Carolina? ¿Tan segura estás de tus elecciones? ¿Nunca te cuestionaste la posición en la que estás?  ¿Te gusta tu trabajo? ¿Cambiarías algo de tu vida? ¿Dónde quisieras estar? ¿Te preguntaste acerca del amor? ¿Es amor? ¿Cómo saberlo? ¿Nunca te obsesionaste con algo o alguien? Qué sé yo si todo esto tiene respuestas, y si las tiene, aun así, no sé si estaría conforme con ellas.  La vida me resulta una ecuación que no puedo resolver sola, siempre me estoy preguntando o preguntando cómo llego a la solución, como si de eso se tratara la complejidad de existir. Suelo desconfiar de mis criterios y no me avergüenzo de preguntar a los experimentados, aunque eso me vuelva vulnerable. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Creés que la respuesta de otro puede ser mejor?
Andá a dormir ahora. Es que no puedo sacarle los ojos de encima. Comé un pedacito, saboreala, no te va a hacer mal. Pero guardate para mañana. Cuando te despiertes y veas que todavía hay vida para seguir disfrutando, vas a agradecer no habértela devorado.