Volar y morir

No se trata de hacer un balance al entrar en la tercera década, porque me llevó 29 años y un local entender las columnas del Debe y el Haber. Se trata de una parada técnica.

Solo me detengo un momento en la banquina. No voy a mirar el mapa. Si ubicarse fuera la cuestión, alguien me indicaría la ruta. Es cierto, siempre ando buscando dónde apoyarme o quién encuentre el camino por mí.  Esta vez, me detengo para bajarme del auto. Quiero contemplar el paisaje. Es tan imponente que no cabe en una foto.  Y por un instante, en esa porción de mundo estoy yo, estás vos, están todos los que hacen que mi vida sea feliz. Porque a lo largo de los años, y sobretodo a unos cuántos kilómetros lejos de casa, redescubro la importancia de compartir, de amar, de ser amado. ¿De qué sirve admirar las cosas más lindas de la vida en soledad? ¿Qué sentido tiene sin un par de ojos cómplices que afirmen que lo que estoy viendo es tal maravilla o tal cagada?

Viajar a cualquier lado supone el encanto de tomarnos aunque sea  15 o 30 minutos para una reflexión pocket. Cuando manejo, trato de no tomarme esa licencia porque puedo llegar a perder noción de ser la responsable del volante. Pero cuando otro me lleva, me permito explorar en mis pensamientos y contarme el cuentito. Claro que cuando ese otro que me lleva no es un piloto de avión.

Me dan miedo las alturas y por esas paradojas naturales, estoy  a 175 cm del piso. Me da miedo cualquier artefacto que me eleve, un monta-carga, un ascensor, un avión. Particularmente, los aviones me dan más miedo que los otros dos. Cuando subo a uno, pienso que el piloto puede hacer una mala maniobra, que se le puede romper un ala – al avión, claro- que puede prenderse fuego y caer. Y que puedo no llegar a ponerme el salvavidas que aconseja el video de las azafatas que nunca parecen de la nacionalidad de la aerolínea que las televisa. Y que me puedo morir en alguna parte del mundo que no es mi casa, lejos de las personas que amo. Aunque pensándolo bien, quizás no sea directamente miedo a los aviones, sino a la muerte. Sí, es miedo a morir. No pongamos el chivo expiatorio en los pájaros motorizados.

Aún asumiendo el miedo a la muerte, no viajo sola, por las dudas. Y si no tengo acompañante, hablo con el que me toque al lado. Pero si viajo acompañada, el aprieto la mano a la persona que me acompaña, en el despegue, el aterrizaje y en los lapsos turbulentos, solo por si acaso. Por si acaso la señora M gustara llevarme con ella. Por eso pienso que cuando uno se va de viaje, tiene que dejar  todos los asuntos arreglados, por si no vuelve. Me dan tanto miedo los aviones que lo primero que pongo en el necessaire de viaje es el blíster de clonazepan. Y a veces no me hace efecto. O la sobredosis me genera el efecto lechuza de souvenir. O me convierto  en el ojo de Gran Hermano, no, en ese no, en el ojo turco, que te protege del mal de ojo y que viene en formato cairel, llavero, colgante o imán.

Si pudiera volver el tiempo atrás, saltaría más veces de los trampolines que hay en las piletas de algunos clubes a los que pocas veces fui. Se sabe que lo mío nunca fue el aire libre y menos las piletas porque hacía otitis a repetición. Igual, saltaría más de una vez y buscaría la forma de ir al club más seguido. Sí, ir al club con pileta durante 3 o 4 veranos y repetir la rutina del trampolín.

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