La empresa del amor

Entre papa, batata y cebollón, olor a aceite de ayer y puteadas al carnicero que no llega, aflora mi costado más visceral. En la lucha por llevar adelante un negocio familiar, discuto con mi viejo y después reculo. ¿Tiene razón? ¿Tengo razón? Fantasías animadas de ayer y hoy. Buscar una pareja que te mantenga y dedicarte a leer, escribir, ir a museos, viajar por el mundo o por tu país, a cultivar el intelecto aletargado por los ñoquis a la Bolognesa. Entre la realidad de las facturas por pagar y las moscas que sobrevuelan un puchito de azúcar que el barman no limpió, se cuelan mis deseos de convertirme en alguien que todavía no soy. Hace rato, tengo la sensación de que mi vida se reduce a hacer lo que debo, me siento arrinconada en una esquina de la que no puedo salir, encasillada en un rol que no puedo abandonar. Soy la afortunada que tiene un local propio, la esclava de un destino que parece haberla elegido para ser medianamente exitosa. Mientras lo llevo adelante, arrastro el grillete que me toca por esquivar la mediocridad y el estancamiento. Mientras camino hacia la independencia, voy tras mi sueño de escribir una novela. ¿Esta novela? ¿Es acaso una novela? ¿Es un fajo de experiencias atadas con alambre? ¿Es un paquete de episodios tragicómicos? ¿Es el reflejo de una caótica? ¿Es la descarga fenomenal de una disconforme crónica? No es nada de eso. O sí, lo es todo.
Es real que el papel de comerciante me queda grande, no me interesa desarrollarlo y menos lidiar con las personas que buscan en el lugar equivocado. Porque me bajan el umbral de tolerancia. ¿Qué me vas a decir? ¿Que soy una desagradecida? ¿Qué no valoro lo que me da de comer? Ahora que estoy detrás del mostrador, encuentro todo lo que detesto de mí en esa clienta insegura, indecisa, desconfiada de su propio criterio, paralizada ante la posibilidad de elegir. Ese reflejo me resulta insoportable. Por eso si me toca elegir, elijo. Elijo ir acompañada de alguien que defina, que ejecute la acción, que apriete el botón por mí, porque si hay demasiadas opciones, se me dispersa la vista, pierdo el foco de lo que quiero y se me dificulta la toma de una decisión. Lo único que se me presenta con claridad desde el principio es en dónde buscar lo que se aproxima a lo que quiero. No voy a Lo de Abelardo a preguntar si tiene tallarines, a lo sumo dudo entre el vacío con ensalada o el pollo al horno con papas, y si titubeo demasiado, veo cuál es el plato que más sale. Pero no pido tallarines porque Abelardo es una parrilla. No tiene tallarines. Pedir tallarines es pedir peras al olmo, mear fuera del tarro, incomodar al mozo que se queda sin vender la sugerencia del día, que no es tan grave porque se reciclará en un guiso o se trasformará en empanadas

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