El primer día de preescolar en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia. Último año en ese colegio enorme de casi una manzana en el barrio de Flores, porque pronto vendría la doble escolaridad como excusa de una mejor enseñanza académica, más completa, bilingüe, para poder viajar al exterior hablando un segundo idioma a la perfección. Yo sabía muy en el fondo, o casi no tanto, que mi mamá no me soportaba y era feliz con la idea de tenerme lejos la mayor parte del día.
Vuelvo a la escena de aquel primer día. Recuerdo esa mañana en que luego de cepillarme con fuerza los dientes con la Odolito rosa, mi mamá me quitó el camisón rosa desgastado por el lavarropas, me puso la camisa blanca de mangas cortas, el jumper a cuadros y las medias tres cuartos azul marino a estrenar, bien ajustadas hasta la rodilla, con las guillerminas brillantes como asfalto recién colocado. Odiaba el roce áspero del cuadrillé 70 por ciento lana y 30 poliéster sobre mis rodillas chuecas y moretoneadas. Había una creencia generalizada de que el uniforme debía llevarse siempre dos o tres talles más grandes por el supuesto estirón a mitad de año y para herencia de los hermanos venideros.
Todas las niñas lucíamos como cartones de leche sin abrir. Pero yo era un cartón simétrico, porque mi tía Felisa se encargaba de coser a mano el ruedo, con un perfecto punto cruz que evitaba que ante un solo enganche se desprendiera todo el hilo. Gracias a ella, nunca fui de esas nenas que llevaban el dobladillo mitad cosido y mitad descosido, revelando al mundo la marca de la plancha y el exceso de apresto. Le agradezco a la tía, porque mamá nunca fue hábil con la costura. Tampoco lo fue con los peinados. Recuerdo como tiraba de mi pelo ruliento para hacerme una cola de caballo y evitar el frizz que enmarcaba mi cara de galleta. Algo de ese esfuerzo inútil me causaba cierta gracia, ya que por más que mojara los mechones con agua y los peinara hasta tensarme las ideas, los rulos se desprendían como liendres secas en cuestión de segundos. Es una venganza, pensaba yo. Los rulos eran rebeldes, tenían que ser rebeldes. Además, los piojos vendrían a visitarme cualquiera fuese mi peinado y aunque mamá decidiera, como mi madrina Susana hizo con María Sol, cortarme el pelo como un varón. Mamá no era tan mala, después de todo. Debo reconocer que mamá siempre se preocupó por mi aspecto impecable. Y yo, de tal palo tal astilla, nunca entendí que mancharse la ropa era uno de los riesgos a la hora de comer o jugar. Podía despeinarme o lastimarme, pero nunca ensuciarme.
Listo hija, bajá a desayunar. En la cocina de mi casa antigua, con piso de cerámica oscura y muebles de roble, me esperaba mi abuela Elsa, siempre emperifollada y espléndida como a punto de tener una sesión de fotos. Elsa sí que merece un capítulo aparte.
En la mesa, mi chocolatada bien oscura y sin azúcar. Y para acompañar, galletitas de chocolate, que yo hacía flotar en las marrones aguas de mi taza de Mickey y luego retiraba cuidadosamente con una cuchara, para vivir un tímido festín dentro de mi boca, ya que no podía derramar ni una gota sobre el mantel, aunque fuera de plástico. Terminé, mamá.
Papá era el encargado de llevarme al colegio ese día. Yo no sabía si me dolía la panza de tanto chocolate o si eran los nervios, cómo decía mi abuela. Aunque no estaba muy segura de que fueran los nervios, porque no sabía cómo se sentían en el cuerpo. Recuerdo mi bolsita de tela roja, con mi nombre bordado en blanco, el cuaderno a lunares rojo y blanco, una taza de plástico blanca, un osito de peluche que le robé a mi prima Daniela y nada más.
Papá me bajó del auto, tratando de disimular su apuro por dejarme con la maestra de turno. No esperaba más de él, yo sabía que debía atender sus negocios, temas de grandes, para que yo pudiera ir a un colegio más o menos bueno, estrenar ropa a menudo, tener una pediatra que me diera caramelos a la salida del consultorio y algunas otras cosas que formaban parte de una infancia feliz.
Subimos juntos las escaleras y me dio un beso en el cachete, que me limpié cuando se dio vuelta. En el hall de entrada, el piso de cerámica resbaladiza color marrón estaba lleno de filas de niños y niñas de todos los colores y tamaños. Las maestras jóvenes intentaban formar hileras de dos mientras las viejas las miraban de reojo y con una sonrisa burlona solapada, como pensando que no podrían con nosotros. Yo vi a Roxana y me acerqué a la fila. Ese día tenía el pelo como un león hambriento, pero no le dije nada, aunque supongo que se dio cuenta de que mientras me contaba sobre el fin de semana en la casa de su primo Lauti, no pude dejar de mirar su esa mata de pelo crispado y sin brillo.
De repente, se hizo un silencio de muerte, ese silencio en el que se escuchan los alientos de los que respiran por la boca, los estornudos, la tos de perro de la Directora Ana María, y alguna ambulancia que va muy apurada por la calle a rescatar gente. Yo te saludo, bandera azul y blanca, gritón* del cielo en donde impera el sol… Yo canto con ganas, aunque sean tres retazos unidos, celeste, blanco y celeste, con un redondel pinchudo color oro que, dicen, es un sol. Para mí es un sol muy creído, porque tiene unos ojos maléficos, como si nos mirara a todos desde las alturas -ahora entiendo por qué cantamos “gritón del cielo, en donde impera el sol”-. Mientras canto, me doy cuenta de que tengo la voz más linda y, además, tengo facilidad para aprenderme las canciones. Roxana nunca se acuerda la letra y siempre tiene voz de moco, porque tiene una enfermedad que se llama sinusitis. Cuando terminamos de cantar, todos aplaudimos. Aplaudimos a la bandera, que está sola e iluminada por muchos rayos de luz que atraviesan la ventana enorme que nos separa del patio central. Me encanta ese patio, ahí Pablo, mi compañero con cara de príncipe, rubio y de perfectos ojos azules, me dio la mano y me preguntó si quería ser su novia. Odio ese patio, ahí Pablo, mi compañero de pelo de paja y ojos azul mar revuelto, le dio la mano a Roxana y le preguntó si quería ser su novia.
*NdA: La letra original fue modificada por necesidad del texto.
Carola